Por una gran alianza idónea para enmendar la Argentina
La grave situación que nos aqueja ha empeorado mucho últimamente; pero viene de larga data. Al punto de que hoy debemos reconocer que la Argentina es un “estado fallido”, un país que pese a contar con un excelente potencial, tanto natural como humano, se obstina en degradarse. Creo que ya es hora de que actuemos resueltamente para dejar atrás esta perniciosa trayectoria.
Un primer paso sería tratar de entender qué nos ha ocurrido para llegar a esto. Y a partir de allí, elaborar una propuesta con miras a remediarlo.
En los años recientes, se destacan el desmanejo económico del kirchnerismo actual y la amenaza de su proyecto político, que no solo incluye dislocar la justicia para lograr impunidad, sino un objetivo final mucho más vasto que apunta a arrasar todo nuestro orden institucional y político para implementar un “paraíso” afín a Venezuela. Este designio, todavía solapado, aflora en las embestidas contra la justicia y la prensa; la colonización de los resortes del poder y de las cajas; la simpatía por los despotismos y la cínica negación de sus atrocidades, ya flagrantes por la falta de condena al Hitler redivivo que martiriza a Ucrania; y, aunque ahora en pausa, las declaraciones de ellos mismos.
La mismísima Cristina ha propuesto abolir la división de poderes por obsoleta, ya que se estableció “durante la Revolución Francesa”…”cuando no existía la luz eléctrica ni el auto”. Con ello incurre en un desliz histórico, dado que la moderna separación de poderes, propuesta por Montesquieu en 1748, fue incorporada a la primera Constitución de los Estados Unidos en 1787, dos años antes de que integrara la “Declaración Francesa de los Derechos del Hombre”. Pero también desbarra porque, ateniéndonos a ese razonamiento, deberíamos discontinuar el uso de la rueda, dado que la inventaron los Sumerios hace unos 5500 años. Obviamente la vigencia de algo no depende de las circunstancias de su origen, sino de la utilidad que presta. Y la separación de poderes ha sido uno de los mayores aportes a la teoría y la práctica política, con el objeto de evitar la concentración del poder en una sola persona, propia de las autocracias totalitarias.
Si bien Macri corrigió muchos desarreglos, no se diferenció lo suficiente, y, aun acreditándole la mala suerte de la cosecha de 2018, en la economía fue un fiasco, a la espera de los “brotes verdes” que nunca llegaron.
Y no fue inocua la gestión de Alberto, quién se ha empeñado en consumar su suicidio político aceptando el lastimoso papel de un presidente incoherente y despistado, así como una tutela que lo denigra y lo constriñe a ejercer un gobierno bicéfalo y contradictorio, totalmente inoperante.
Aunque últimamente se redujo sustancialmente el riesgo de derrapar a un absolutismo, para exorcizarlo conclusivamente debemos definirnos sin ambigüedades entre dos modos de vida irreconciliablemente opuestos. Uno es la democracia republicana y el otro el despotismo.
Debemos de optar entre un respeto esencial por las personas y las libertades, comprendidas las de conciencia y de prensa, o el pensamiento único impuesto a sangre y fuego; entre ser ciudadanos que en última instancia detentan el poder y lo delegan en sus representantes, quienes deben rendir cuentas y lo ejercen sujetos a límites y controles mutuos, o resignarnos a ser súbditos librados a la voluntad de alguien que ha usurpado poderes absolutos; entre una justicia independiente y proba, o lacayos obedientes que se limitan a refrendar las órdenes del déspota; entre elecciones genuinas y un cabal federalismo, o meras parodias; entre regirnos por leyes e instituciones acordadas y previsibles, o la crasa fuerza, que no vacila en ser cruel y encarnizada; entre la diversidad, donde el conflicto se resuelve dentro de reglas compartidas y el respeto mutuo, o descalificar al otro como “enemigo de la patria”. etc., etc.
Estas abismales diferencias son la única “grieta” verdadera e insalvable que nos separa. Es vano reducirlas a meras discrepancias entre Cristina y Macri, o que puedan remontarse con diálogo y buena voluntad entre las partes; y es un despropósito proponer el “camino del medio”, como si fuese posible conjugar un poco de democracia con un poco de tiranía.
Pero, calando más hondo, la comprensión de la crisis que afrontamos es mucho más compleja, pues la penosa decadencia en que estamos sumidos desde hace demasiados años es tan significativa y ha afectado tanto al conjunto de la sociedad, que es imposible un abordaje conducente de nuestra realidad actual sin tomarla en cuenta.
En 1910 la Argentina era la séptima economía del mundo y uno de los países mejor alfabetizados, con mayor desarrollo económico y social que los otros latinoamericanos y muchos europeos. En 1930 el producto per cápita estaba entre los diez más altos del mundo; teníamos sistemas educativos y de salud pública eficientes y gratuitos y una aceptable movilidad social ascendente.
Desde hace muchos años el atraso relativo ha sido implacable, con altos déficits fiscales y cambiarios y sostenida inflación. En la década del 70, la pobreza no pasaba del 4% de la población; desde hace años no baja del 30%.
Según la UCA, en el segundo semestre de 2021 estuvo en el 43,8% y la indigencia en el 8,8%; en los menores de 18 años llegaría al 57,9 y 14,7 respectivamente. A su vez, el Indec informa 37,3% de pobreza, 8,2% de indigencia y para menores 51,8 y 12,6 respectivamente.
Durante la última década, la Argentina prácticamente no creció y trágicamente durante los últimos 70 años, de todos los países del mundo salvo uno, fue el país cuyo producto per cápita aumentó menos. Alguien lo ha llamado “el milagro argentino de subdesarrollarse”.
Y aún más deplorable es que esta decadencia no ha ocurrido solo en lo económico, pues se ha deteriorado todo el tejido social y hoy nos afectan alarmantes niveles de descomposición moral, social, institucional y política, que en un perverso círculo vicioso se retroalimentan como causas y consecuencias del funesto desquicio en que nos vamos hundiendo.
Todo esto no se arregla ligeramente, ni con más de lo mismo.
La respuesta que la Argentina está pidiendo a gritos -y parece estar madura para concretarse- para conjurar definitivamente la amenaza totalitaria y afrontar el ingente cometido de remontar este recalcitrante fracaso, no es otra que zanjar lo zanjable de la grieta convocando a todos los actores políticos cabalmente honestos, con una trayectoria irreprochable y sin oportunismos, que se identifiquen sinceramente con la democracia y la república, quienes conscientes de la dimensión histórica del momento y de la visión amplia y generosa que requiere, comprendan la imperiosidad de superar las diferencias del pasado, hoy totalmente secundarias. Y, con una bocanada de grandeza, aspiren a transformar profundamente el ejercicio de la política, entendiéndola como un servicio en vez de una prebenda, y estén dispuestos a declinar no solo la miopía de los egos y las execrables mezquindades, sino incluso a posponer legítimas ambiciones personales y preciosismos ideológicos, en aras de conformar una nueva y vasta coalición con la trascendencia política y la eficacia práctica indispensables para poder realizar las profundas reformas que nos permitan reencauzarnos en la senda venturosa del progreso.
El acuerdo debe limitarse inicialmente a cuatro compromisos esenciales, que son las bases mínimas, indispensables y suficientes para reconstruir la Argentina con éxito, pues haberlos vulnerado es lo que ha nutrido la raíz ponzoñosa de nuestro fracaso:.
-Ejercer una democracia cabal con buena fe, respeto mutuo, sin agachadas y siempre dispuestos a irla mejorando.
-Respetar en plenitud un marco republicano, acatando estrictamente la Constitución y las instituciones.
-Actuar con absoluta honestidad, sujeta a inexorables leyes draconianas, porque la corrupción es una enfermedad nefasta que produce pobreza e indigencia, socaba la ley, entumece la eficacia, contamina a la sociedad y obstruye el desarrollo.
-Y abjurar definitivamente del populismo, un canto de sirenas engañoso que en lo económico lleva a una frustración recurrente, pues, al rehuir las causas, solo atina a manotear las consecuencias desbarajustando todo; y para solventar el gasto desenfrenado, o se endeuda (sea en pesos o dólares) y estafa a las futuras generaciones, o emite y atraca con la inflación a los contemporáneos. Y en lo político conduce a la incautación del poder por un caudillo que se arroga estar ungido por el “pueblo”, al que, antes o después, sojuzga.
Incluir más definiciones entorpecería el acuerdo en desmedro de la posibilidad de concretarlo. Sin quitarle de ninguna manera importancia y urgencia a los dolorosos problemas pendientes -como la lacerante desnutrición infantil, la pobreza, la inflación, la inseguridad, el narcotráfico, la justicia renga, la educación y la salud pública degradadas, etc.- la forma de encararlos debería irse definiendo una vez dentro de la futura interacción política propia de la alianza, con el objetivo de consensuar un programa de gobierno integral que los abarque. Y es imprescindible comunicar el proyecto sin desmayo, explicando sus razones y objetivos para que la gente pueda entenderlo y compartirlo.
Aunque pueda parecer una sutileza, es importante que la convocatoria no se limite a incorporar algunos peronistas republicanos a Juntos por el Cambio. Es esencialmente diferente y de una envergadura incomparable que la alianza se defina como algo nuevo, que trasciende el pasado, abomina de sus lacras, y abreva en el mañana para construir juntos el país que merecemos, a partir de la estricta adhesión a los cuatro requisitos vertebrales. Y con la esperanza de que aceptados éstos como la genuina urdimbre del acuerdo, puedan irse vadeando las viejas diferencias y acordando las que surgirán seguramente.
Tratándose de una entidad distinta, ha de tener un nombre propio que trasunte su identidad. Creo que bien podría llamarse “Alianza Republicana para la Conciliación Argentina”, ARCA.
Para alcanzar la contundencia necesaria, esa alianza debería estar constituida por el Pro, el radicalismo, la Coalición Cívica y lo sustancial del peronismo democrático y republicano. Eventualmente podrían sumarse algunos partidos provinciales y otros que realmente califiquen. Las candidaturas deberían definirse por elecciones internas, donde se discutan las diferentes propuestas sin agresiones y con respeto mutuo. De ese modo no debería temerse un desgaste, sino más bien un enriquecimiento de las ideas y un progreso de la democracia, porque, en vez de los acuerdos intestinos entre dirigentes, las PASO permitirían que sean los ciudadanos quienes elijan entre los postulantes y consiguientemente incidan en las líneas políticas y económicas de la coalición.
Proponer un proyecto ambicioso pero realista, de un país democrático, próspero y justo, con el sustento y la voluntad suficientes para realizarlo, no solo despertaría la esperanza y el entusiasmo que añoran nuestros maltrechos compatriotas, sino que obtendría un inmediato apoyo internacional.
Y dado que el propósito fundacional de la nueva alianza no es ni más ni menos que terminar definitivamente con nuestras desventuras, la empresa debería cobrar la magnitud de una epopeya lanzada a demostrar que la Argentina no está signada por una maldición ineludible, sino que su destino lo podemos forjar exitosamente entre nosotros.
Socio del Club Político Argentino