Por un uso inteligente de la tecnología
A fines de 2011, Barack Obama y Ame Duncan, su secretaria de Educación, se reunieron con una docena de rectores para analizar cómo enfrentar los costos crecientes de las universidades norteamericanas y cómo mejorar las tasas de graduación. ¿No nos resultan acaso familiares estos problemas? En la Argentina, con una tasa de graduación inferior al 25% de los ingresantes y costos crecientes por graduado, estas dificultades quizá sean aún más acuciantes que en los Estados Unidos.
Todas las universidades invitadas a participar de la reunión con Obama habían alcanzado logros importantes tanto en la mejora en el aprendizaje de sus alumnos como en la optimización de sus costos operativos. La principal conclusión a la que se arribó en el encuentro fue la necesidad de repensar el modelo tradicional de la educación universitaria a partir del uso innovador e intensivo de la tecnología como vehículo para ganar productividad en un doble sentido: elevar la calidad educativa y reducir los costos de enseñanza.
Parecería que si la solución está en la aplicación de tecnología, en lo que se destacan los países centrales, probablemente en la Argentina estemos lejos de alcanzarla. Sin embargo, distintas experiencias locales muestran exactamente lo contrario.
Algunas universidades argentinas han priorizado la inversión en tecnología no sólo como soporte organizativo, sino también como herramienta para potenciar y mejorar la enseñanza. Una universidad privada metropolitana, por ejemplo, ha desarrollado un sistema integral de gestión universitaria junto con una importante empresa de software, al tiempo que está potenciando la colaboración entre docentes a través de un reservorio compartido de recursos didácticos validados por expertos en docencia universitaria.
Otras instituciones han desarrollado interesantes plataformas de educación a distancia y semipresencial. También es destacable el aporte que el Sistema de Información Universitaria (SIU), consorcio de universidades nacionales que desarrolla software de gestión para la educación superior, ha realizado a través de soluciones informáticas para la gestión académica, financiera, de recursos humanos y de bibliotecas.
Es imprescindible que sigamos avanzando en esta línea y que podamos discutir sin prejuicios sobre productividad y eficiencia en la asignación de recursos en el sistema universitario. En efecto, sólo en tanto logremos estos objetivos podremos garantizar un mayor acceso a la educación superior y alcanzar mejores tasas de graduación.
El rector de la prestigiosa Carnegie Mellon University señaló en la reunión con Obama que se sentía incómodo cuando se hablaba de reducir el cuerpo docente a través de la incorporación de tecnología, aunque reconocía que la tecnología claramente podría ayudar a educar más rápido y mejor a más estudiantes.
En la Argentina tenemos una gran ventaja: este problema no existe porque el sistema aún tiene mucho por crecer en cobertura. Esto significa que la tecnología, lejos de reducir posiciones de trabajo de los docentes, potenciará la capacidad de dar respuesta y acceso a la educación superior a sectores que hasta el momento han tenido permitido el ingreso en términos formales, pero vedada la graduación en términos reales.
Hay que tener en cuenta que la mera incorporación de tecnología no necesariamente implica mejorar la productividad o la calidad de la enseñanza: siempre es necesario un plan estratégico institucional que identifique con claridad cómo y para qué se utilizará la tecnología, cómo se entrenará y formará a los docentes y qué sistema de evaluación de cumplimiento de objetivos se utilizará para tomar las medidas correctivas mientras se implementan las innovaciones.
Si pretendemos construir una Argentina preparada para competir en un mundo globalizado y volátil, será imprescindible expandir la educación superior, aumentar las tasas de graduación y garantizar sus estándares de calidad. Para lograrlo, necesitamos invertir de manera inteligente los recursos que tenemos disponibles, focalizándonos en la innovación y en la incorporación de tecnología que permita a nuestras universidades ganar en productividad, para ser más inclusivas y formar mejor a sus propios estudiantes.
Este imperativo no implica, bajo ningún punto de vista, vulnerar la imprescindible autonomía de las universidades, sino potenciarla para hacer más efectiva su función social. En efecto, por ser las principales instituciones generadoras de conocimiento, las universidades deberían ser las primeras en innovar en sus propias prácticas y en el desarrollo de nuevas formas de enseñanza que, a través de un uso inteligente de las nuevas tecnologías, hagan eficaz y eficiente su rol de formación de las futuras generaciones.
El desafío está planteado y tenemos valiosos antecedentes locales: la responsabilidad de ampliar su alcance a toda la sociedad es exclusivamente nuestra.
© LA NACION
El autor es miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias de la Empresa
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