Por un derecho penal al servicio de una sociedad más justa
Los nuevos reaccionarios de la ley buscan la impunidad de los que se hicieron millonarios desde el poder, y presentan como épicas sus batallas en defensa de los más poderosos
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En sociedades desiguales como la nuestra, el derecho suele servir a la preservación de un estado de cosas injusto, desalentando el cambio social. Históricamente, las ocasiones en que el derecho se ha convertido en herramienta decisiva para la construcción de una sociedad más justa han sido pocas, pero son las que justifican que mantengamos nuestro compromiso con el derecho, a pesar de todo. Una de tales situaciones excepcionales, en las que el derecho contribuyó decisivamente a la igualdad, se dio a mediados del siglo xx, en el marco de disputas profundas y de largo aliento, en torno a la (in)justicia racial. Me refiero a los movimientos que se sucedieran en los años 60, contra formas intensas de discriminación racial, auspiciadas y sostenidas desde el Estado. Hay mucho que aprender de aquellas experiencias, para pensar sobre el derecho argentino actual, en su disputa contra otro “drama de época”: la corrupción pública.
Si hubo progresos hacia la igualdad racial favorecidos por el derecho, dichos progresos tuvieron que ver, muy al principio, con cambios normativos. Por ejemplo, en el caso de EE.UU., la Enmienda XIV –la de la igualdad racial, que siguió a la guerra civil– fue adoptada tempranamente, en 1868. Solo mucho después aparecieron los nuevos principios interpretativos, presunciones y cargas, que permitieron dotar de vida real a las viejas reformas legales. En la batalla por la igualdad racial fue crucial el abandono que hicieran los tribunales del principio de “separados pero iguales”. Dicho principio, auspiciado en su momento por los jueces más conservadores, sostenía que los requerimientos constitucionales sobre la igualdad no eran violados cuando, por ejemplo, se obligaba a “blancos” y “negros” a ir a escuelas diferentes, o cuando se impedía que los afroamericanos tomaran los mismos autobuses que los blancos: lo que el principio de la igualdad constitucional exigía –decían aquellos jueces– era que “blancos” y “negros” pudieran ir a la escuela o tomar el autobús, y no que fueran a la misma escuela o tomaran el mismo autobús. Así, hasta que llegó el famoso caso Brown vs. Board of Education, en 1954, que puso fin a aquel viejo principio interpretativo (“separados pero iguales”).
Los tribunales, entonces, hicieron posible el histórico ingreso de una niña de color en una escuela a la que, hasta entonces, solo accedían los “blancos.” Por supuesto, los abogados y juristas conservadores de entonces pusieron de inmediato el grito en el cielo: “¡Los jueces se levantan contra la política!”. “¡Se trata de una interpretación jurídica impermisible!”. “¡Esta decisión es por completo ajena a nuestro derecho!”. Por suerte, el tiempo confirmó que los reaccionarios estaban equivocados o mentían. Estos primeros cambios interpretativos encontraron apoyo en criterios jurídicos nuevos, como el escrutinio estricto –ensayado por primera vez en 1944– por el que los jueces se obligaron a examinar del modo más fuerte o estricto –con presunción de invalidez– toda norma que distinguiera entre “blancos” y “negros”, “extranjeros” y “nacionales”, “mayorías” y “minorías étnicas”, etc. La aplicación de tales criterios no significaba que toda distinción (i.e., entre razas) resultaba, por serlo, inválida y contraria a la Constitución. Lo que implicaba es que se iba a examinar la ley en cuestión con la más alta sospecha, exigiéndole razones contundentes al Estado, si es que pretendía justificar distinciones que, en principio, aparecían como injustificables.
Los vínculos entre aquel embate del derecho contra el “drama” de la discriminación, y nuestra pelea actual contra el “drama” de la corrupción pública, son enormes. Ante todo: los cambios normativos ya están, aunque desde hace décadas nuestra elite penal se resista a verlos, y prefiera preservar al derecho penal como un derecho ahistórico y de espaldas a los requerimientos de su tiempo. A pesar de ello, las señales de cambio que ha dado nuestro derecho resultan significativas e incluyen no solo nuevos compromisos internacionales anticorrupción (Convención de la ONU de 2003; Convención Interamericana contra la Corrupción de 1996), sino también una renovada Constitución que, desde 1994 –notablemente– considera atentados a la democracia tanto los golpes de Estado como los actos de corrupción cometidos desde la función pública (art. 36): señal más contundente no puede darse. Por tanto, y como décadas atrás, la tarea que tenemos por delante no consiste, prioritariamente, en el dictado de nuevas normas contra la corrupción. Lo que nos corresponde hacer es interpretar y aplicar las normas que ya tenemos de acuerdo con las exigencias constitucionales, convencionales y políticas de nuestro tiempo. Necesitamos “presunciones”, “remedios” y “criterios interpretativos” (i.e., “escrutinio estricto”, “categorías sospechosas”) nuevos, vinculados con los cambios normativos recientes, y a la vez enraizados en históricos esfuerzos jurídicos colectivos (en tal sentido, y contra lo que nos quieren hacer creer: no fue la última dictadura, sino el ultragarantista gobierno de Arturo Illia el que propició la figura del “enriquecimiento ilícito”, que implicara la “inversión de las cargas de prueba” para los funcionarios públicos enriquecidos sospechosamente desde el poder).
Ya podemos escuchar, sin embargo, a los abogados y doctrinarios del poder – los reaccionarios de nuestro tiempo– llorando y gritando por los pasillos de las redes sociales: “¡Es lawfare!”, “¡derecho penal del enemigo!”, “¡interpretación creativa!”, “¡quieren derribar el principio de inocencia!”. Puras mentiras: nadie pide ni pedirá nunca la renuncia al principio de inocencia, el debido proceso, el juicio justo. Se trata de los mismos pataleos que hicieron los viejos abogados reaccionarios, cuando el derecho penal se puso los pantalones largos y empezó a tomarse en serio las asimetrías de poder que permitían y reforzaban abusos desde el Estado y privilegios indebidos. Ahora es lo mismo: necesitamos repudiar al viejo derecho penal insensible al contexto y ciego a la desigualdad de poder, que busca que tratemos a los funcionarios públicos acusados de delitos graves con una deferencia especial, como si fueran perseguidos o víctimas, y no imputados. Por suerte, nuestro derecho reconoce desde siempre que los funcionarios públicos no son ni merecen ser tratados como “ciudadanos comunes”. Ello así, en razón de las responsabilidades especiales que los funcionarios asumen voluntariamente, y los poderes inmensos que controlan (incluyendo a “la bolsa y la espada,” es decir, el presupuesto y el monopolio de la coerción legítima). En ocasiones, por ello, les concede beneficios extraordinarios (en forma de inmunidades, fueros o protección especial para su palabra), y en otras les fija cargas especiales (i.e., agravamiento de condenas frente a ciertos delitos; menores protecciones frente a las afectaciones al honor). En definitiva, el derecho penal debe cambiar, tomando debida nota de los cambios operados en nuestra vida jurídica, política y social.
Los miembros de mi generación nacimos a la vida pública munidos del orgullo y la ilusión que nos ofreció el Juicio a las Juntas. Dicho juicio nos dio la esperanza de que, a través del derecho, aun los más poderosos podían ser llamados a rendir cuentas ante su comunidad, para hacerse responsables de los crímenes cometidos. Hoy, asombrosamente, los nuevos reaccionarios del derecho buscan la impunidad de los que se hicieron millonarios desde el poder, y nos presentan como épicas sus batallas en defensa de los más poderosos. Gracias a ellos, pasamos de la ilusión del Juicio a las Juntas a la tragedia que significa el actual reinado de la impunidad. Ojalá, contra lo que parece, podamos volver a poner de pie al derecho, y usarlo –como alguna vez– para la construcción de una sociedad más igualitaria y más justa, más parecida a la que alguna vez tantos soñamos.