Por una sociedad mejor: como pasar de la tolerancia a la empatía
Cada 16 de noviembre se conmemora el Día Internacional para la Tolerancia establecido por Naciones Unidas, organización que otorga un marco referencial a este concepto, asociándolo al respeto y contraponiéndolo a la indulgencia y la indiferencia. Destaca, además, que por medio de la tolerancia se debe fomentar el mutuo entendimiento entre culturas y pueblos.
Lo anterior nos sugiere que la visión de la ONU apunta a instalar un modelo de tolerancia ampliada, relacionando a su opuesto, la intolerancia, con todo tipo de exclusión. Esta siempre adopta la forma de violencia y exige una toma de conciencia personal para revertir la intolerancia social, que no es más que la sumatoria de las intolerancias individuales. Finalmente, se insta a los países a luchar contra este flagelo, mediante la institución de un plexo legal adecuado, la garantía de acceso a la información y la implementación de soluciones locales, adaptadas a las demandas emergentes. Pero también se señala, como elemento clave, la educación para la tolerancia: la formación de niños y jóvenes desde una perspectiva ética -inscripta en un paradigma de derechos humanos y valoración de la diversidad-, cuyo objeto es que aprendan a distinguir la riqueza contenida en las diferencias religiosas, culturales, étnicas, genéricas.
Lejos de esta tolerancia plus que propone la ONU, la representación común de la tolerancia está ligada a la idea de soportar lo que no nos gusta o nos resulta desagradable y padecer estoicamente a quien es distinto a nosotros. Ahora bien, esto puede ser suficiente para alcanzar una convivencia civilizada por un período acotado, pero a la larga las divergencias tensionan y nos ubican en veredas enfrentadas. Por eso es necesario ir más allá y sortear el abismo que me separa de ese otro que apenas tolero, para expandir los propios límites en una construcción común.
La tolerancia, si bien compone un primer gran paso, tiene que estar seguida por la búsqueda de puntos de acuerdo sobre los que cimentar metas compartidas. Porque, en todos los casos, aquello que nos une servirá de plataforma para avanzar hacia un encuentro. Y está claro que el motor para lograrlo puede ser intrínseco o extrínseco: puede estar movido por un ejercicio interno que nos deja en paz con nosotros mismos - porque opera demarcando lo que es conveniente para cada uno- o puede darse a partir de un estímulo externo, como las normas que nos llevan a cumplir con lo socialmente correcto en un determinado contexto.
En ambas situaciones nos quedamos en la tolerancia. Solo a partir de una motivación trascendente de ese impulso que mueve a las personas a actuar por las consecuencias positivas de sus acciones en los demás, nos disponemos a salir de nosotros mismos y de nuestras zonas de confort para transitar el camino hacia una alternativa superadora: la empatía. Con la tolerancia me quedo en mí mismo. Solo si la trasciendo me adueño de la opción óptima, de la que permite que me acerque a un otro diverso para enriquecer mi vida con la suya. Mientras que la tolerancia mantiene las grietas -o incluso las profundiza-, la empatía las mitiga. Porque no solo se trata de respetar a ese otro en su unicidad, sino de ponerse en su lugar para comprenderlo. Cada uno de nosotros puede apostar por desarrollar esa empatía que se presenta como la evolución lógica de la tolerancia, descubriendo en ella un estadio superior desde donde celebrar la diversidad y abrazar con generosidad la diferencia.
Familióloga, especialista en Educación, directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral