¿Por qué para conservar ecosistemas, a veces, hay que matar animales?
El Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los EEUU está analizando matar 500.000 búhos. En las Islas de Galápagos se dispara a las cabras desde helicópteros. ¿Por qué se toman estas acciones?
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Los hipopótamos traídos de África por capricho de Pablo Escobar para su zoológico privado están multiplicándose sin control por una de las principales cuencas hidrográficas de Colombia, el río Magdalena. Su presencia amenaza especies en peligro de extinción como el manatí, y al ser animales grandes y agresivos, representan un riesgo para los habitantes del lugar. En África se le atribuye a los hipopótamos unas 500 muertes humanas al año. Los 4 individuos que Escobar introdujo en 1981 en la Hacienda Nápoles se reprodujeron hasta llegar a unos 50 actualmente. Si no se los controla, la población podría crecer hasta llegar a unos 5000 individuos en 2050. Es que esta especie no tiene depredadores naturales ni otros factores que regulen su población en Colombia, como sí los tienen en África.
Los hipopótamos pueden alterar la composición química de los ríos y producir efectos que impacten en el desarrollo de la vida de comunidades enteras. Frente a esta situación, los esfuerzos por controlar la población se ven frustrados por una resistencia de la sociedad hacia matar estos animales. Esterilizarlos puede ser muy caro, complejo e insuficiente para evitar las consecuencias que trae dicha especie invasora. Los hipopótamos de Colombia nos plantean un dilema que se repite a lo largo del mundo: a veces hay que elegir entre salvar a un animal o salvar un ecosistema completo. Si bien ya se están llevando adelante campañas de esterilización y erradicación de los hipopótamos, la polémica y polarización social frente a qué se debería hacer con estos animales carismáticos resulta un freno para terminar con la problemática.
En Tierra del Fuego existe un famoso centro de esquí que lleva el nombre de una especie invasora que amenaza los ecosistemas fueguinos: el castor americano. Introducido en 1946 por la Armada para instalar una industria peletera y con total desconocimiento del daño que estaban desencadenando, este carismático animal está afectando el 95% de las cuencas hídricas de la isla, destruyendo miles y miles de hectáreas de bosque andino patagónico. El daño ambiental está a la vista, nuestros bosques no se regeneran como los de Norteamérica, que están adaptados a la presencia del castor, por eso hoy encontramos grandes extensiones deforestadas que tardarán siglos en recuperarse. Sin mencionar que los embalses que construyen los castores para hacer sus nidos desvían cursos de agua y dejan áreas de bosques, pastizales y turberas completamente inundadas.
Liberados de sus depredadores naturales, las 10 parejas introducidas hace casi un siglo alcanzan hoy una población aproximada de entre 70.000 y 110.000, que seguirá aumentando año tras año si no hacemos algo. Por eso se creó un acuerdo binacional con Chile en 2008, y se diseñó en 2013 un programa piloto de erradicación del castor. Solo la Isla Grande de Tierra del Fuego mide 48.000 km2 y muchas de las colonias de castores habitan áreas de muy difícil acceso, lo que implica que para encontrarlos es necesario hacer incursiones de varios días en condiciones climáticas extremas, e incluso en otoño e invierno, cuando pasan más tiempo cerca de los embalses. Pensemos también que a medida que quedan menos castores, los restantes se vuelven más difíciles de capturar. Podemos concluir que erradicar a los castores es una tarea extremadamente difícil, pero los expertos aseguran que es necesario para garantizar la conservación de los bosques patagónicos. En este contexto, al igual que en Colombia, los científicos y las autoridades de Tierra del Fuego se encuentran con una barrera inesperada, la polémica que despierta en la sociedad la erradicación del castor.
Ahora bien, las invasiones biológicas, como casi todas las causas que provocan la destrucción de la naturaleza en el mundo, tienen un factor de origen común: usted y quien le habla. La actividad humana está llevando al límite la capacidad del planeta de sostener la vida tal y como la conocemos. La desaparición de especies avanza a escalas sin precedente, somos nosotros los seres humanos, quienes estamos desencadenando una extinción masiva pero también somos quienes podemos hacer algo para detenerla. Ya sea intencionalmente o por accidente, con nuestras actividades propagamos por el mundo un ejército de especies que fuera de su hábitat original se convierten en el principal enemigo de las especies nativas. En la Argentina se calcula que hay más de 700 especies exóticas invasoras y este número va en crecimiento. Muchos de sus efectos quizás no sean notables por ahora, pero están gestando impactos futuros de los que aún no sabemos el precio que se cobrarán en los ecosistemas y en la vida humana.
Pero cuando hablamos de la salud de los ecosistemas y la conservación de la biodiversidad, aunque no parezca, también estamos hablando de economía, desarrollo, salud pública y calidad de vida. En la naturaleza todo está conectado, basta frenar un segundo y preguntarnos de dónde viene todo lo que necesitamos, desde el agua y el aire hasta la medicina y los alimentos que consumimos a diario, para recordar todos los servicios ecosistémicos que la naturaleza nos brinda.
Según la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes, por sus siglas en inglés), las invasiones biológicas tuvieron un costo económico de US$ 423.000 millones en la economía mundial durante el año 2019 y en el período comprendido entre el año 1970 y el 2017 el costo fue multiplicándose por cuatro, década tras década. El 85% de las invasiones tuvo impacto en la calidad de vida de las personas. Pone en riesgo la seguridad alimentaria, hídrica y energética además de contribuir a que exista mayor desigualdad en el mundo impactando principalmente en los sectores más vulnerables.
La salud también es afectada, la invasión de especies exóticas y la degradación de los ecosistemas puede generar enfermedades en animales y personas. En la década de 1970 nuestro país sufría la epidemia de la fiebre amarilla y el encargado de transmitirla fue el mosquito tigre, una especie originaria del sudeste asiático que desembarcó en nuestras tierras gracias al comercio fluvial y el transporte de pasajeros. Es al día de hoy que sigue siendo un importante vector de enfermedades tropicales como el dengue, zika y chikungunya provocando epidemias que se potenciarán debido al cambio climático y la tropicalización de nuestras estaciones. Sin ir más lejos, en junio de 2024, América Latina reportaba nueve millones de casos de dengue y 4500 muertes.
Está claro que a quienes nos preocupa la biodiversidad no nos causa ninguna gracia tener que matar animales, pero debemos comprender las consecuencias que traen las invasiones biológicas que provocamos y trabajar para frenarlas. A veces las soluciones más utópicas de relocalizar a los animales o esterilizarlos no son viables, y esto implica tomar decisiones difíciles. Las especies invasoras que introdujimos también matan y desplazan a otras especies, además de desencadenar una cascada de consecuencias que van más allá del bienestar individual de un animal, y comprometen la sostenibilidad de ecosistemas enteros y el bienestar humano.
La propagación de especies exóticas invasoras es la segunda causa de pérdida de biodiversidad en el mundo. Estas especies, ya sea solas o en conjunto con otros factores como el cambio climático, causaron el 60% de las extinciones mundiales registradas. La pérdida de biodiversidad es un desafío enorme y complejo que necesita ser abordado con conocimiento científico. Por eso es necesario educar y generar conciencia acerca de la problemática de las especies exóticas invasoras. Debemos aunar esfuerzos y sentarnos a dialogar entre el sector científico, los gobiernos y la sociedad civil para definir cómo vamos a proteger la salud de los ecosistemas que nos dan vida. Estamos todos en el mismo barco.
Antonella Fonte es comunicadora y creadora digital. Dante Borzone es biólogo, docente y comunicador. Ambos son miembros de Jóvenes por el Clima.