¿Por qué no hablamos más de derechos en la campaña?
En la antesala de la campaña presidencial de la Argentina, la sociedad solo escucha duros cruces entre el Gobierno y quienes aspiran a conseguir el voto popular desde la oposición. Por momentos, diagnósticos tan antagónicos que se hace difícil imaginar que hablan de un mismo país. Y entre las fisuras de esas miradas polarizantes, germina –con el interrogante aún abierto de cuánto crecerá– un discurso discriminatorio que postula un mundo de segregación y represión bajo el engañoso disfraz de la libertad. ¿Dónde quedaron los derechos de las personas?
A punto de cumplirse 40 años de la recuperación de la democracia en nuestra Argentina, de lo que no hemos escuchado hablar todavía a quienes pretenden gobernarnos es de una agenda positiva en torno a los derechos las personas. Al contrario, algunas intervenciones parecen alumbrar un futuro de resistencia, en donde muchas de las conquistas de las últimas cuatro décadas puedan ponerse en peligro.
A tono con el mundo, donde los gobiernos populares han frustrado mayormente las expectativas por su incapacidad de concretar promesas y hasta las fuerzas tradicionales del conservadurismo han desilusionado a los propios por no completar sus proyectos, la oportunidad se corrió hacia los márgenes del sistema, tildándolo de obsoleto y promoviendo su demolición a fuerza de dinamita. La insatisfacción de las mayorías se ha vuelto presa fácil para las aves rapaces de nuestra democracia.
Desde su irrupción en la política, hemos escuchado a los candidatos y candidatas como Javier Milei vociferar contra el Estado y augurar su desmantelamiento en caso de ganar. Bastardean las políticas de igualdad de género, el derecho al aborto y hasta la educación sexual integral, que prometen derogar. Promocionan el libre acceso a las armas en aras de la seguridad; la implantación de un sistema de vouchers educativos que redundaría en el desfinanciamiento y cierre de instituciones públicas producto de una desigual competencia por recursos y hasta el regreso del modelo de capitalización previsional privada, poniendo en jaque al histórico sistema jubilatorio solidario del que dependen millones de personas en nuestro país.
Las denominadas voces libertarias se escudan en los postulados de la Escuela Austríaca para colocar al individuo y su libertad por encima de lo colectivo, como si sus derechos no se construyeran y fortalecieran en la socialización cotidiana. Perciben a sus votantes como consumidores atomizados en un mercado donde el bienestar solo se mide en términos de realización de las partes y no del conjunto. La democracia, como construcción social, queda subyugada a una competencia despiadada.
El problema es que han arrastrado a gran parte de los candidatos y candidatas a una conversación pública que se mide por lo avasallante. En un ambiente de incertidumbre económica, de horizontes brumosos, los discursos rupturistas seducen a los sectores más jóvenes, a los postergados, a los olvidados, para quienes la rebeldía no marida ya con el progresismo sino con estos postulados.
En el ínterin, otros actores como Patricia Bullrich buscan aggiornar a las fuerzas tradicionales apelando a un juego de palabras similar aunque en el último tiempo se distanció de ciertas propuestas extremas como la dolarización. No ahorra, no obstante, en sus promesas de “dinamitar” el sistema, aplicar “terapias de choque” y trazar una línea entre quienes percibe como interlocutores u obstáculos ante sus planes. También Bullrich construye su discurso sobre la base del “orden y cambio” que afirma interpretar de la voluntad de las personas.
En esa clave habla del “buen uso de las armas”. Cuando el Frente de Todos aún se manifestaba contra el uso de las Taser -también el gobierno nacional dio un giro producto de las circunstancias– y derogaba las normativas sobre uso de armas por parte de las fuerzas federales en caso de delitos graves y persecuciones –la ‘doctrina Chocobar’–, Bullrich respondía que esas decisiones engendran una sociedad de “ladrones con derechos y policías estigmatizados”.
Corrido del debate queda el hecho de que el riesgo real de que estos dispositivos se utilicen de manera excesiva es demasiado alto. Más aún cuando la tortura y los malos tratos continúan siendo prácticas generalizadas utilizadas como técnicas de disciplinamiento y sometimiento por parte de las fuerzas de seguridad en todo el país, tanto en situaciones de encierro y/o detención como en las tareas de prevención y seguridad en el territorio. Los casos que recopilamos en nuestro último informe sobre violencia institucional dan cuenta además de prácticas que a menudo se dirigen a grupos en situación de vulnerabilidad y pobreza reproduciendo y legitimando la discriminación y desigualdad existente en los territorios.
En febrero de 2021, la Cámara de Diputados de la Nación intentó avanzar con un proyecto de Ley de Abordaje Integral contra la Violencia Institucional. El texto propone la creación de un Programa Nacional con foco en la capacitación y reentrenamiento a las policías federales y provinciales con perspectiva de derechos humanos a la par que promueve instrumentos de reparación a los familiares y víctimas.
Pero la iniciativa no avanzó en el Congreso, otro déficit de la actual gestión, y difícilmente lo haga si no ingresan voces críticas al Legislativo con un verdadero compromiso institucional y voluntad de cambio para que el Estado pruebe su capacidad de investigarse a sí mismo y no quede rehén de la complicidad. Todo lo contario: lo peligroso es que los discursos ultra ganen lugares de decisión en los diversos estamentos del Estado que pretenden desmontar y sus postulados dejen de ser tuits para convertirse en leyes y decretos.
Hoy, incluso el oficialismo pone por delante el carro a los caballos, enarbolando estadísticas de crecimiento económico mientras las personas en situación de pobreza se multiplican en la Argentina y muchas de ellas, incluso, cobrando salarios en empleos registrados. Sin candidaturas definidas, lo que predomina es una introspección permanente respecto a lo que no se hizo y la importancia de hacerlo. Se pregona la idea de un programa de gobierno que vuelva a empoderar al Estado y hasta se aspira a forjar una nueva Constitución. El problema es que no está claro quién será la persona elegida para competir por la presidencia y si comulga, en un frente variopinto, con todas estas políticas.
Desde el regreso de la democracia, en 1983, la sociedad argentina ha conquistado el divorcio vincular, el derecho a la identidad, el matrimonio igualitario, a mantener viva la memoria histórica y la reparación por los daños provocados durante la dictadura, el derecho a decidir sobre su cuerpo y el momento de gestar. El derecho a percibir una jubilación digna de nuestros adultos mayores. Los derechos que se ponen en riesgo son todos estos y tantos más. Porque de eso se trata cuando hablamos de nuestra posibilidad de manifestarnos, de expresarnos pero también de poder circular seguros y salir por las noches sin temor a ser víctimas de la violencia institucional. Los derechos implican poder acceder al abrigo de una vivienda y, a la vez, nuestra identidad. Todo eso es la democracia.
En una campaña donde abundan las descalificaciones, la propuesta que promovemos es que los candidatos y candidatas recojan el guante e incorporen, en los debates presidenciales obligatorios por delante, un espacio para hablar acerca de los derechos de las personas y qué piensan hacer para mejorarlos. Creemos que puede representar una gran oportunidad para reencauzar la disputa política en la Argentina sobre la base de los acuerdos y no la mera confrontación, y seguir apuntalando el camino que transitamos desde hace 40 años.
Directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina