Por qué Milei no supo quién era Liz Truss (y por qué sí debería saberlo)
Vivo desde hace más de una década en Gran Bretaña. En Londres, que parece hoy en día una isla dentro de esta isla. Los ecos del Brexit siguen rebotando aquí como algo literalmente excéntrico, producto de un mundo periférico. Londres sigue resistiéndose al ‘full english myth’. Muchos por acá saben que la política de identidad es sólo una especie de ficción orientadora nacional, racial, de una parte extrema de la política y de un margen -ruidoso- de la ‘internet society’. Misiles comunicacionales de esa tendencia van dirigidos especialmente a dos sectores de la sociedad: los mayores de sesenta años y los menores de veinte, unos en situación de relativa comodidad económica, aburrimiento y Facebook, los otros desbordados de ansiedad, dudas, pobreza educacional y material y tik tok. “Volvamos a ser xxxxx’ usted complete la frase. Volvamos a ser Grandes, volvamos a ser América, volvamos a ser... Hungría, Alemania, Italia. Desde Farage en Inglaterra hasta ‘la Francia blanca y cristiana’ (con la generosa concesión a los judíos, siempre y cuando sean ferozmente antipalestinos y de derecha) de algunos sectores del Le Pen-ismo, ese discurso crece.
Londres, como París, Berlín, Dublin, Edinburgo, Roma, Madrid, Barcelona, cada ciudad grande que usted elija de este lado de la vieja Europa, han sufrido el impacto de frescas migraciones de jóvenes -no desesperados- buscando intercambio, estudio, experiencias, trabajo, y de las migraciones de jóvenes y niños y niñas -sí desesperados- y en busca de refugio desde África, oriente medio y Europa del este.
Todo ese sacudón europeo trajo a Boris Johnson al poder hace unos años de la mano del anti-europeísmo.
Recordamos a Boris Johnson. El del pelo cuyo diseño aparece como extraído de un taller creativo pre-escolar y con ideas que sospechamos fueron generadas también en ese foro. Desastroso en su gestión de la pandemia, con papelones notables como las fiestas durante ‘lockdown’ que recuerdan al cumpleaños de Fabiola Yañez, la mujer de Alberto Fernández en el peor de los encierros, Boris Johnson salió por la puerta de atrás del 10 de Downing Street.
Fuera de estas tierras son muy pocos, sin embargo, los que recuerdan a Liz Truss, su sucesora.
En una nota que la BBC le hizo hace poco tiempo, una periodista le preguntó a Milei “Liz Truss dijo que usted es uno de sus líderes conservadores que más admira, usted admira a Truss?” Milei, después de tres incómodos segundos, contestó con un espontáneo “¿Quién?”
Milei no recordaba quién era Liz Truss. Difícil culparlo. Truss duró como primera ministra sólo cuarenta y cinco días. Pero he aquí porque sí debería recordarla: la propuesta de Truss seguramente le resulte familiar. De la mano de un ultra ortodoxo como ministro de economía, Kwasi Kwarteng, Truss propuso desplomar prácticamente todos los impuestos, reducir el presupuesto del estado a un mínimo de un plumazo y confiar en la ‘sabiduría del mercado’, como hace poco refirió con reverencia religiosa José Luis Espert. Truss proponía a Gran Bretaña como un paraíso del capitalismo más extremo. ¿Le suena?
La respuesta de los mercados, en esta parte del mundo, no tardó en demostrar que aún el capitalista más dogmático sigue siendo fiel a una obstinada tradición británica, empeñada en subsistir: la del sentido común.
Cuando los empresarios y el poder financiero (que en Gran Bretaña es aún vasto y profundamente unido a Europa y el mundo) observaron la propuesta de todos sus sueños cumplidos, multiplicados y con esteroides, en detalle tardaron pocos días en descubrir que la cosa sonaba demasiado buena para ser real. “Too good to be true”, o “Too good to be Truss”. Y reaccionaron coherentemente: no creyendo. Era socialmente insostenible.
Había herramientas sobre la mesa, había determinación de una mujer dispuesta a ser la nueva Dama de Hierro. Estaba todo servido. Pero no había planos sobre esa mesa. El rey (la reina, en este caso) estaba desnuda.
Hoy, Gran Bretaña sorprende nuevamente a contramano con una elección en la que un laborismo mucho más moderado que el utópico presentado por el anterior líder laborista Jeremy Corbin (un romántico nostálgico de una izquierda tan impracticable como la derecha de Truss) ganó por paliza. Nos referimos a Kier Starmer. Ese laborismo más amigable con un capitalismo realista pero aún así humano, triunfó de una manera apabullante de la mano de un señor que no pretende ser reconocido como un ismo, ni una figura mítica, ni con fuerzas celestiales detrás, sino más bien con fuerzas humildemente terrenales.
Kier Starmer, a quien mi hijo Domingo y yo vimos no una sino varias veces comiendo en un pub de la humilde zona de Kentish Town con familia y amigos, como cualquier vecino, (fenómeno barrial) da la impresión de eso. Un político vecinal. Una cara amigable muy parecida a la de la política antigua pero con una impronta extrañamente no de político profesional desde las acciones. Starmer ha surgido como líder. Y Milei sabrá pronto muy bien quién es Starmer. Es probable que desempolve algún insulto de su arsenal en pocas semanas para enviárselo como estreno de la relación: será comunista, idiota, tibio, mentiroso. Pero Milei recordará quién es Starmer, a diferencia de Truss, a la que ignora y de quien debería aprender más de una lección, en su ya característica amnesia selectiva y que puede llegar a lamentar en no mucho tiempo, pues allí hay mucha moraleja para comprender y aprender. Y hasta un autodeclarado candidato al Nobel puede tener mucho para aprender.
El autor es fundador y director de New Creative Sciences