¿Por qué miente tanto Alberto Fernández?
“No dejamos a nadie sin vacunas durante la pandemia” dijo el presidente Alberto Fernández en la apertura de sesiones del Congreso de la Nación. Fue la primera de, al menos, una treintena de mentiras y falsos relatos expuestos ayer en su alocución, tan extensa como superficial, provocadora, con graves signos de autoritarismo. La Argentina es uno de los 14 países con más muertes durante la pandemia, se vacunó tarde porque las decisiones políticas estuvieron por encima de las sanitarias, ya lo reconocieron funcionarios del propio gobierno. La idea era acompañar el proyecto político de Vladimir Putin, para eso se privilegió la Sputnik V antes que las vacunas norteamericanas, que llegaron tardíamente. Esto se sabe, se dijo, se debatió, indignó a la sociedad tanto como el vacunatorio vip, que hoy niegan pero que en su momento le costó la renuncia al ministro González García, y que fue tan reprobado como la fiesta de Olivos, donde el propio Presidente y sus amigos desobedecían su propio decreto, un acto de cobardía política de parte de quien nos bajaba el dedo en la cara para hacernos cumplir las normas.
Pero no sorprendió que mienta con tantos indicadores falsos y realidades inventadas, Alberto Fernández ya nos acostumbró a reconocerlo como un presidente que miente tanto que llega un punto donde nos hace suponer que su problema es que detesta la verdad.
Dijo además: “No vamos a dejar solo a ningún compatriota que esté pasando un momento difícil”. Seguramente, y de acuerdo con la experiencia de estos tres años de gobierno con los resultados correspondientes, Fernández se estaba refiriendo casi exclusivamente al momento difícil que vive su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Es por ella que gran parte del discurso estuvo destinado a atacar a la justicia, la misma que la condenó y tiene procesada por hechos ligados a la corrupción. Se refería a Cristina, que cobra casi 7 millones de pesos entre dos jubilaciones permitidas por la Anses, que nunca apeló el fallo como lo hizo contra cientos de miles de jubilados. Se refería a ella, y no al ciudadano de a pie, cuando atacó a diputados de la oposición que denunciaron la corrupción kirchnerista contra viento y marea y contra todas las presiones que recibieron durante años.
Alberto gobierna para complacer a su jefa política, hace y dice en consecuencia. Un país con 100 % de inflación anual, con salarios depreciados, con más del 50% de los niños pobres, con más de un 40% de pobreza, con la indigencia en alza, con jubilados que cobran haberes que alcanzan un tercio de la canasta básica, decir que no van a dejar a nadie librado a su suerte parece más una perversa ironía que un compromiso público de gestión. Dan ganas de pedirle que no haga nada por nosotros, que nos arreglamos solos.
Todo el discurso de Alberto Fernández estuvo basado en un ambiente que no habita entre nosotros, la realidad no crece sola por estar favorecida por el rocío del amanecer, la realidad se construye, y los gobernantes tienen mucha responsabilidad en esa cimentación porque son sus decisiones las que influyen en nuestra calidad de vida. Las comparaciones nominales con 2019, olvidando el casi 300% de inflación estuvieron a la orden del día, una tras otra. Claro que cuando saludó y agradeció a Sergio Massa por asumir en Economía, seguramente era para celebrar los resultados de su gestión que solo trajo ajuste y más inflación. Los legisladores, felices, aplaudieron eso.
La idea de colocar entre el público a ciudadanos que son ejemplo de los resultados de su exitosa política es tan burda como irrespetuosa a la institucionalidad de un país que Alberto lacera todos los días. Ubicar a Laura, a Nora, a Juan, entre el público, vestidos de modo acorde, dispuestos a agradecer a viva voz en el recinto al Presidente que los expone y señala, es una acción que hasta en un acto político partidario sonaría desprovisto de dignidad, mucho más lo es en el acto de apertura de sesiones del Poder Legislativo. Agreguemos el bochorno de la televisación guionada, que ya enfocaba a estas personas antes que el propio Fernández los nombrara o, también, cuando expusieron casi 40 veces en primer plano los rostros de los Ministros de la Corte Suprema de la Nación, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz, cuando eran atacados y cuestionados por el Presidente ante el aplauso y las burlas de los diputados oficialistas -que son los mismos que deberían votar en el juicio político, qué tranquilidad para la ciudadanía tener representantes tan imparciales ante un tema tan delicado- todo eso significó una falta de respeto a la convivencia republicana, la misma de la que se jactó Fernández al cerrar su discurso.
Como bien señaló el colega Diego Cabot, en el excelente análisis que realizaron varios periodistas de La Nacion a través de un chat on line, utilizar las cámaras para acompañar el discurso forma parte de lo que se llama “atmosfera controlada”. Esto no debería estar permitido en un acto oficial que cuenta con una transmisión pública, que pagamos todos los contribuyentes, pero que estuvo todo el tiempo teñido de partidismo. Utilizar el Estado, los bienes y servicios públicos en favor de un partido político es una manera de acurrucarse bajo el brazo del autoritarismo. Algo de lo que el kirchnerismo sabe y entiende bastante.
Esta semana Alberto Fernández también mintió cuando dijo que los maestros recuperaron el salario de tal modo que “ahora se preocupan porque no los alcance Ganancias”, fue desmentido hasta por propios y aliados. El 30% de los docentes ganan por debajo de la línea de la pobreza y la mayoría está muy lejos de ganar los $404.000 brutos que exige el piso mínimo de ganancias. Hay muchas y reiteradas falsedades en la gestión y en la propia oratoria del presidente que se pueden desmentir con mucha facilidad. ¿Por qué lo hace? Los líderes entran en contradicción constante respecto a definir sobre la verdad y sus consecuencias, por eso falsean los hechos, manipulan el presente o distorsionan la experiencia de la realidad, este aspecto distintivo se da mucho más en los regímenes totalitarios. La mentira oficial, abrir un debate público alrededor de esas farsas, lesiona la calidad de la democracia. Si bien todos los políticos exageran, ocultan o suelen ser optimistas desmedidos para contar su gestión, hoy cuesta encontrar un paralelismo con alguien que con tanto afán se haya aferrado a la mentira como el actual presidente.
Quizás Fernández mienta porque entiende que la verdad es demasiado peligrosa para su propia valoración personal, algo que, de todos modos, la sociedad hoy hace pero que con el correr del tiempo ya a nadie le va a interesar. La historia suele ser cruel con los mentirosos, no se detendrá mucho tiempo a contextualizar las razones de su accionar. Cuando llegue el momento, solo recordará de ellos el daño que hicieron.