Por qué marchamos
La movilización se presenta en lo inmediato como una exigencia de verdad y justicia ante el shock presente
La convocatoria a la Marcha del Silencio ha generado reacciones que, lamentablemente, ya distan de ser llamativas. Argumentos falaces, descalificaciones y aprovechamiento de las circunstancias se entremezclan en una nueva ola de polarización que amenaza, otra vez, con arrastrarnos.
Como suele ser habitual, desde el Gobierno se intenta debilitar y deslegitimar la manifestación señalando a sus organizadores y calificándola de "política". No caben dudas que, en medio de semejante conmoción social y de discusiones significativas ante un inminente cambio de administración, hay sectores que intentan llevar agua para sus respectivos molinos y proteger sus propios intereses. Pero el 18F es político en un sentido mucho más profundo.
La política es la manera en que una sociedad aborda los temas no zanjados: sus decisiones previas están plasmadas en instituciones, pero lo que resta aún por debatirse o precisa reformarse requiere de mecanismos de participación colectiva. El affaire Nisman entero -de principio a fin- pone en evidencia que determinadas cuestiones estructurales de nuestra democracia siguen increíblemente irresueltas. Y ahora, de repente, nos sentimos como si desde las cloacas del edificio Le Parc de Puerto Madero hubiera aflorado toda la inmundicia acumulada por décadas.
Nos hallamos frente a la muerte no esclarecida de un fiscal al que el Estado argentino le había conferido la responsabilidad mayúscula de investigar el mayor atentado terrorista de la historia del país (y el más mortífero que la comunidad judía haya sufrido desde el Holocausto), y al que, por múltiples motivos, debía cuidar. Es por eso que urge que se esclarezcan las razones de su muerte y se lo haga de manera convincente. En ese sentido, es comprensible y deseable que la sociedad se movilice, o sea, que se manifieste políticamente. Pero no podemos detenernos allí.
La denuncia y posterior desaparición de Nisman detonaron una angustia generalizada y una gran sensación de orfandad
La denuncia y posterior desaparición de Nisman detonaron una angustia generalizada y una gran sensación de orfandad. Pero las causas últimas de este estado de ánimo tienen raíces más extendidas, relacionadas con temas que el sistema democrático ha desatendido casi por completo, como el funcionamiento de la justicia y la organización de los servicios de inteligencia. Por ello, la marcha debería encontrar a los actores del sistema político no sólo en la calle sino –más importante aún- debatiendo, acordando y comprometiendo una reforma estructural en ambos frentes.
Debemos recuperar el control ciudadano, lo cual requiere reglas y transparencia. Por ejemplo, en materia de inteligencia, precisamos no sólo seleccionar agentes de modo meritocrático, sino implementar mecanismos de registro y auditorías de gastos, limitar la discreción presidencial acerca de lo que debe permanecer en secreto, reglamentar la desclasificación de manera tal de ampliar el acceso a la información, reforzar el control parlamentario, delimitar las intercepciones telefónicas y penar sus abusos cualquiera sea el órgano al que se confiera esa actividad.
Lamentablemente, como en otras ocasiones, el oficialismo fuga hacia delante y reacciona con un mero maquillaje que nada resuelve. Tiene las mayorías legislativas como para negarse a debatir y aprobar lo que le plazca, reduciendo a la oposición a un lugar de impotencia. Ésta, a su vez, puede rechazar esos métodos y optar por manifestar su incomodidad con una mera acción de protesta, como ha hecho antes. Ambas reacciones, hay que decirlo, son sólo maneras de seguir haciendo caso omiso a la podredumbre que está claramente comenzando a desbordarnos.
Por ello, más allá de las interpretaciones maniqueas, interesadas o cortoplacistas que se le pretenda dar desde distintos sectores al 18F, vale la pena preguntarse, como lo hizo hace más de treinta años el propio Raúl Alfonsín, "¿por qué marchamos?".
La movilización se presenta en lo inmediato como una exigencia de verdad y justicia ante el shock presente
La movilización se presenta en lo inmediato como una exigencia de verdad y justicia ante el shock presente. Pero también debe ser el punto de partida para encarar una agenda del futuro que aporte luz definitiva sobre nuestro pasado (principalmente, aunque no únicamente, sobre el atentado a la AMIA). El Estado argentino tiene graves asignaturas pendientes que deben ser abordadas con seriedad, y el reclamo social puede transformarse en un incentivo para actuar en esa dirección. La marcha debe entenderse así como una demanda para encarar definitivamente y entre todos –oficialismo y oposición- esta agenda pendiente.
Tanto dolor acumulado debe dar nacimiento a mucho más que la mera indignación. Tenemos la oportunidad y el deber de lograr un acuerdo amplio: todos los partidos tienen nuevas camadas de políticos que se muestran ahora como alternativas válidas de cambio. El desafío es comprometer, desde hoy, a todos ellos con una reforma que evite que el próximo en quien recaiga la responsabilidad de administrar los destinos del país persista -ya sea por acción u omisión- en las prácticas que están degradando nuestra democracia de una manera inexorable y cada vez más veloz.
En su extraordinario discurso Alfonsín nos instaba a marchar por el preámbulo de nuestra Constitución. Tres décadas después todavía marchamos por lo mismo.
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