Por qué la victoria de Macron tiene trascendencia universal
El resultado de las elecciones en Francia envía un fuerte mensaje a todos los demócratas del mundo de que al populismo se lo puede derrotar en las urnas
- 6 minutos de lectura'
La noche de su gran triunfo electoral, Emmanuel Macron apareció el pasado domingo junto a su esposa, Brigitte Trogneux, ambos rodeados por un grupo de niños y adolescentes que los escoltaron, entre las notas del himno de Europa y bajo el reflejo de la Tour Eiffel, hasta el podio en el que pronunció el sobrio y conciso discurso de la victoria. Tanto sus palabras como el simbolismo de la escenografía apuntaron a los desafíos que hoy tienen por delante Francia y Europa, a la necesidad de superar la división entre los ciudadanos, a la obligación de responder con instituciones más eficaces y más cercanas a la frustración que almacenan muchas personas por la deficitaria atención a sus preocupaciones.
Tanto Macron como la Unión Europea son vistos por millones de franceses como entes lejanos y elitistas que desconocen el sufrimiento de los hombres y mujeres comunes y no gobiernan en defensa de sus intereses. Es entre esos millones de votantes entre los que se cuela el mensaje de Marine Le Pen, quien, como todos los populistas en cualquier parte del mundo, explota la rabia justificable de quienes sufren los efectos de la desigualdad para promover su mensaje de odio y de soluciones quiméricas. Macron consiguió, pese a todo, reponerse a esa frustración y obtener una victoria holgada, contundente, cuya trascendencia, pese a que el simbolismo de la noche electoral quedara reducido a Francia y Europa, trasciende a esa región y puede tener impacto en lugares muy alejados, incluida América Latina.
En primer lugar, hay que considerar lo que hubiera significado una victoria de Le Pen. El triunfo de la candidata del Frente Nacional hubiera provocado una crisis existencial en la Unión Europea. Aunque, tras la experiencia del Brexit, no aboga por la salida de Francia, el escepticismo de Le Pen respecto al supragobierno europeo y su rechazo a las principales señas de identidad de la Unión, condenarían sin duda a Europa a un debate muy peligroso sobre su misión y su futuro. Una victoria de Le Pen hubiera espoleado a la extrema derecha en todos los países y, de rebote, a todos los extremistas de cualquier signo. Amiga, cliente y admiradora de Putin durante muchos años, el éxito de Le Pen hubiera equivalido también a un triunfo del líder ruso en el momento de su vida en que más los necesita.
Pero hay más. Desde hace unos años a esta parte, en cada nación ha crecido un Le Pen. Cada lector en cualquier parte del continente americano o en otros lugares será capaz de identificar a un político en su propio país que, al margen de que su retórica tenga un envoltorio más derechista o más izquierdista, denuncia el elitismo de quienes nos gobiernan, la corrupción de las instituciones, el debilitamiento de nuestras tradiciones nacionales, la amenaza que representan los extranjeros. Con mayor o menor sofisticación –poca, por lo general– estos son los argumentos que llevan años en la boca de Le Pen y de otros demagogos alrededor del mundo. No es que algunos de sus diagnósticos no sean en parte ciertos –aunque siempre se hacen en un contexto manipulado–, sino que van acompañados de soluciones fáciles, rápidas e inviables que conducen a la división y al radicalismo.
Por todo eso, el mundo estaba pendiente de los resultados de las elecciones francesas y respiró con alivio cuando se conocieron los resultados que daban la victoria a Macron. Algunos alertaron enseguida de que, pese a su derrota, Le Pen había obtenido un gran resultado, el mejor de su carrera, y más de un 41% de los franceses había apoyado su propuesta electoral. Es cierto, y es un buen motivo para estar atentos. Pero es más importante el hecho de que Macron se impusiera en la que era la mejor oportunidad histórica de Le Pen, después de cinco años de conflictos sociales y reformas muy dolorosas para los franceses, tras una traumática pandemia y en plena amenaza inflacionaria.
La victoria de Macron tiene gran trascendencia porque envía un fuerte mensaje a todos los demócratas del mundo de que al populismo se lo puede derrotar en las urnas. No es fácil en estos tiempos convulsos, pero es posible: con determinación, ideas claras y convicción en las virtudes de la democracia, se puede derrotar a los demagogos. No importa que el cinismo que habita en la política permita que un personaje como Andrés Manuel López Obrador enviara rápidamente un mensaje de felicitación a Macron por su victoria. AMLO y otros como él saben en el fondo que Macron no es de lo suyos y que una victoria de Le Pen hubiera encajado mucho mejor en su esquema del mundo.
Hay alguna gente en la izquierda que necesita los éxitos de la extrema derecha. En parte, para justificar su escasa fe en la democracia liberal –”qué clase de democracia es esta que permiten el triunfo de la extrema derecha”, se oye decir con frecuencia–. Y en parte porque precisan tener enfrente el contrapunto que explique su propio radicalismo y anacronismo. Ese sector tiende a sobrevalorar el poder de la extrema derecha, a exagerar sus riesgos, lo que, en cierto modo, ayuda a conseguir que la amenaza se acabe haciendo realidad.
Macron ha demostrado que se puede derrotar al populismo de extrema derecha desde el centro y la moderación, sin necesidad de caer en el alarmismo o la retórica de extrema izquierda. Es cierto que este no es el final de la batalla. Quedan por delante en Francia unas elecciones legislativas en junio muy complicadas y cinco años de presidencia que decidirán el futuro. Pero lo conseguido hasta ahora no es menor: Le Pen ha perdido su mejor oportunidad de victoria –quién sabe si tendrá otra igual– y Macron ha consolidado un frente liberal capaz de defender los intereses de la mayoría de los franceses.
También al populismo de izquierda que abunda en América Latina se lo puede derrotar desde el centro y la moderación, sin mirar al pasado y sin recurrir al nacionalismo hipócrita. Para ello hace falta convicción democrática y un proyecto pensado para los ciudadanos, no para intereses personales o partidistas. Barack Obama dijo en una ocasión que “la democracia es un quilombo”. Lo es. Y lo es más en la medida en que la democracia no garantiza la justicia social ni acaba con la desigualdad de la noche a la mañana. Nadie puede acabar con la desigualdad de la noche a la mañana, y el que lo prometa, miente. Necesitamos líderes que se lo digan con esa misma claridad a los ciudadanos. La mayoría no quieren hacerlo porque temen no ser entendidos y perder las elecciones. Tal vez ese es el camino por el que nunca las ganen. Se acusaba a Macron de ser distante, frío y elitista. Denme un frío elitista capaz de construir un proyecto serio y moderado, antes que diez cercanos y llanos populistas que utilicen cada mañana la televisión nacional para vender sus fantasías y ahondar la división.
Todos sabemos quién es el Le Pen de nuestro país. Lo que no es tan fácil es encontrar a nuestro Macron.
Exdirector de El País, de Madrid