Por qué la Presidenta encogió en Harvard
Las incursiones de la presidenta de la Nación por las universidades de Georgetown y de Harvard revelaron a los argentinos un aspecto desconocido de la máxima figura institucional del país y no porque haya dicho cosas muy diferentes de las que nos tiene acostumbrados.
La ausencia de la habitual y más controlada puesta en escena que la agiganta -el Salón Blanco de la Casa de Gobierno o el Museo del Bicentenario, sus locaciones preferidas- y con su claque de aplaudidores y reidores inhibida y reducida a la mínima potencia, la mandataria lució desguarnecida, casi a la intemperie. Se empequeñeció.
Ahora se entiende mejor por qué los stands up presidenciales se llevan a cabo entre nosotros siempre en presencia de un auditorio repleto que actúa con la efusividad irreflexiva de una tribuna futbolera.
Lo que parece funcionar como mero fondo, en realidad es parte de la forma sustancial del mensaje: el calor obsecuente, las miradas cómplices entre quienes asisten, el cabeceo constante en señal de aprobación de los invitados, las pícaras reconvenciones de la mandataria a éste y a aquél faltaron y tanto se notó la falta de ese sostén anímico que Cristina Kirchner encogió.
Es cierto que los jóvenes que la interpelaron -no hay otra manera de calificar los tonos y las ironías que utilizaron para descerrajarle preguntas (im)pertinentes y sin anestesia- adoptaron ese énfasis porque estaban al tanto de que en la Argentina la Presidenta sólo pronuncia largos monólogos y que lo que llama dialogar "con millones" son apenas saludos circunstanciales a su paso o por videoconferencia.
Si la jefa del Estado accediera, como sus colegas de otras latitudes, a la costumbre republicana de reunirse periódicamente con la prensa, la impronta desafiante que tuvieron los estudiantes de las universidades norteamericanas no habría tenido razón de ser.
El contraste entre la ausencia del envoltorio empalagoso de sus apariciones locales y los heréticos intentos juveniles de Georgetown y de Harvard por desestructurarla obraron en su contra. Paulatinamente se la vio vulnerable y malhumorada.
Aquí sus reiteradas apariciones son celebradas sin cuestionamientos como los de esos súbditos del cuento tal vez más célebre de El conde Lucanor, del infante Juan Manuel, que vivaban el paso de su rey tras haberse anunciado que unos supuestos sastres lo habían vestido con unas maravillosas telas que sólo podrían apreciar aquellos que fueran realmente hijos de quienes creían ser. Pero en realidad, el rey se paseaba desnudo porque nadie, ni el mismo monarca, se había percatado del fraude, tan asustados como estaban de no verlas y ser tomados por bastardos, sin considerar la posibilidad de haber sido víctimas de una estafa.
Los osados estudiantes que incomodaron a la Presidenta se solidarizaron con los periodistas argentinos que no pueden preguntar y actuaron como el palafrenero negro del cuento que, como no tenía nada que perder, dijo la verdad: "El rey (en este caso, la "reina") está desnudo".
En la noche del jueves, todos nos convertimos, de alguna manera, en el palafrenero negro porque vimos más claro que nunca por primera vez a la Presidenta atrapada, casi diminuta, en su propio laberinto.
Como aquí no hay quién se atreva a contradecirla en su propia cara, su "relato" acumula inconsistencias debajo de la alfombra. Ahora se vio que ante el más mínimo soplido, el castillo de naipes se desmorona. Sus explicaciones ante interlocutores más críticos se vuelven insuficientes, pero también reveladoras. Así, al poner en duda que la inflación real en EE.UU. sea del 2% hizo un reconocimiento tácito de que el índice del Indec para ella también es falso. Al afirmar que habla con "muchos periodistas", se expuso gratuitamente a que, unos minutos más tarde, los acreditados de Casa Rosada tuvieran que desmentirlo en un comunicado. CFK no conversa ni siquiera con los periodistas de la creciente "Korporación" de medios oficialistas. En EE.UU. rechazó en tres ocasiones a la cronista de la TV Pública; en cambio, siempre hace una excepción para jaranear con el movilero de CQC.
Con los nervios y el enojo creciente no pudo dominar el prejuicio de humillar a La Matanza en su inoportuna comparación con Harvard y eso produjo naturales desasosiegos en uno de los distritos que más la votaron en octubre pasado.
La Presidenta no se cansa de repetir que hay plena libertad de expresión en la Argentina ya que los periodistas podemos escribir y decir lo que nos plazca. En principio, ése sería un mérito de la democracia, no algo que se deba agradecer en particular a este Gobierno. Pero aquélla se encuentra recortada ya que hay infinidad de trabas para acceder a fuentes oficiales y las estadísticas están fraguadas. Además, el desempeño de la profesión se da en un marco de hostigamiento y difamaciones que buscan minar la credibilidad del periodismo. El reparto de la pauta oficial y la aplicación de la ley de medios sólo persiguen la lógica de beneficiar a los amigos y hundir a los que critican. Tal vez, la propia Presidenta está comenzando a ser víctima del opresivo sistema informativo que alienta y por eso, cuando habló en un contexto menos adulador, quedó tan expuesta, tan desnuda.
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