Por qué la grieta nos vuelve tóxicos
Con la inestimable ayuda de un marginal Facundo Jones Huala y los desatinos de la ministra Patricia Bullrich, los pueblos originarios -destratados y usados políticamente por Cristina Kirchner mientras estuvo en el poder- acaban de caer dentro del agujero negro de la grieta. Sometidos a una nueva malversación de la realidad, el conjunto de la comunidad mapuche -pacífica, en su inmensa mayoría- quedó convertida en el nuevo eje del mal: traidores a la patria, caníbales, terroristas, misóginos, ladrones. Semejante distorsión sólo equivale a confundir al islam con el Isis. “Le están regalando el voto de las comunidades indígenas a Cristina”, rumorean cerca del cacique qom Félix Díaz, extrañamente callado después de haber apostado por Cambiemos y definitivamente herido por la estigmatización masiva que parece haber caído sobre su pueblo.
De uno y otro lado de la grieta, los temas que quedan atrapados en ella terminan convirtiéndose en granadas de mano. Sometidos indefectiblemente a un proceso de deformación, nunca se tratan para lograr una compresión más profunda de los hechos (eso es lo de menos) sino para lastimar políticamente al “enemigo”.
Asociar masivamente a los pueblos aborígenes con la violencia -una comunidad identitaria de un millón y medio de personas, donde conviven unas 40 etnias- es como afirmar que todos los pobres son criminales o que, en los 70, la Argentina era montonera.
En verdad, los referentes de las comunidades mapuches de Chubut fueron los primeros en denunciar a Huala -a quien desprecian-, mucho antes de que fuera captado por el foco mediático. ¿La razón? Simple: así como en las villas los pobres son los más perjudicados por la inseguridad, en Neuquén, Chubut y Río Negro también son los aborígenes los primeros en padecer la violencia del grupo extremista Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). En enero de este año, líderes de Cushamen le entregaron al gobernador Mario Das Neves un documento en el que repudiaban a Huala. “Como pueblos indígenas no actuamos de esa manera”, sentenciaron los caciques. Más aún, los referentes de las colectividades patagónicas dudan de que Huala sea realmente descendiente de mapuches.
La propia dinámica de la grieta, alimentada por la lógica amigo-enemigo, genera una agenda propia y paralela. Y, si hoy la cuestión mapuche hegemoniza el discurso anti K, la desaparición de Santiago Maldonado es el arma estelar de los medios kirchneristas. El enfrentamiento entre ambas familias pone, necesariamente, en juego la cuestión de la lealtad: una dinámica de guerra que reclama fidelidad intelectual y emocional a un sistema de ideas o, incluso, a los jefes de las respectivas tribus. Se trata de una lealtad que no entiende razones y que se mantiene pase lo que pase. “La grieta nos fuerza al pensamiento único”, afirma el psicoanalista José Eduardo Abadi.
Efectivamente, en los universos paralelos K y anti K se piensa de una sola manera y quien se anime a apartarse del guión argumental hegemónico y reconozca algo de razón o verdad en los argumentos de la familia “enemiga” empezará a ser visto como sospechoso. Un cuerpo extraño. O, tal vez peor, un traidor.
La lealtad otorga sensación de pertenencia. Pertenecer tiene sus privilegios, pero también su propio infierno: si alguien decide ser “desleal” atreviéndose a pensar con autonomía, podría ser expulsado del paraíso.
La grieta al interior de los pueblos originarios fue inicialmente provocada por Cristina Kirchner, que sólo les otorgó personería jurídica a aquellas comunidades indígenas, truchas o verdaderas, como un modo de cooptar a un pueblo que nunca fue masivamente kirchnerista: la prueba está en el acampe que, durante 2015 y en señal de protesta, llevó adelante la colonia La Primavera, los Qom de Félix Díaz. Por eso, cuando Mauricio Macri asumió nombró a Díaz al frente del Consejo Aborigen, una suerte de órgano consultivo del Instituto de Asuntos Indígenas (Inai). Otro indicio: las dudas de la Procuradora Alejandra Gils Carbó a la hora de impulsar la creación de una Unidad de Protección de los Derechos Aborígenes -al estilo de la Unidad de Lucha contra los Feminicidios- sobre un colectivo que nunca garantizó fidelidad. No, al menos, hasta ahora.
Grupos extremistas mapuches -similares al Quebracho de los años noventa- participaron de la violenta marcha en La Plata del jueves 24 en reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Aquella misma noche, una bomba molotov estalló en el senado bonaerense; una piedra impactó en el despacho del jefe de Gabinete bonaerense, Federico Salvai, y un par de bidones explotaron al lado de la puerta menos custodiada del Ministerio de Seguridad que dirige Cristian Ritondo: los efectivos que habitualmente están apostados allí, aquel día estaban destinados al cuidado de la marcha.
El día anterior a esos desmanes, la gobernación de María Eugenia Vidal había golpeado dos veces sobre la trama mafiosa. El ministerio de Seguridad había impulsado el pase a retiro obligatorio de 52 comisarios de la Bonaerense, como parte de una política de depuración que, desde fines de 2015, ya corrió a 5500 policías sospechados, de los cuales 500 están presos y, otros 14 mil, observados por Asuntos Internos. Para tener una dimensión de lo que esta purga significa, basta decir que León Arslanián, en cuatro años de gestión, logró echar a 2700 agentes. Además, por aquellas horas, también se habían allanado escribanías truchas que operaban con la mafia de La Salada.
La agenda de la oposición K, sin embargo, jamás contempló repudiar esos actos de violencia. Más aún, la oposición peronista en general nunca salió públicamente a apoyar la lucha contra las mafias que se libra en la provincia de Buenos Aires y que debería ser una política de Estado respaldada por los partidos políticos de la democracia. Por el contrario, los líderes del PJ bonaerense dicen, en privado, que la depuración policial, los procedimientos contra los narcos o el juego clandestino son “parte del marketing del Pro”.
Unos días antes de la bomba que estalló en Indra sucedió un hecho extraño en la casa porteña de Palermo, donde vive el ministro Ritondo. Un auto sin patente de detuvo frente a la puerta familiar, mientras que, desde el interior, un conductor lanzaba una amenaza sobre la custodia de la Metropolitana: “Parece que antes de cargarnos al Ministro, antes nos vamos a tener que cargar a ustedes”, gritó. La amenaza se judicializó pero, como tantas otras, no tuvo mayores avances. Dentro de la grieta también hay jueces y fiscales filo K, perezosos a la hora de ayudar al nuevo gobierno.
El silencio no siempre es salud; en ciertos casos, puede ser síntoma de alta toxicidad política, tal como advierten los intelectuales del Club Político Argentino en un reciente comunicado: “Nos aturde el silencio de las voces que deberían estar condenando los ataques con explosivos y bombas incendiarias, los amedrentamientos a personas y la generación precipitada de sospechas de desapariciones forzadas, siendo que su única finalidad parecería ser la provocación de respuestas más agresivas", afirma la organización que preside el politólogo Vicente Palermo.
En la dinámica de respuestas automáticas que impone la grieta -ese circuito de defensa y ataque, replicado al infinito por las redes-, todos somos vulnerables a la inoculación de un veneno que sólo nos enferma y nos empobrece.