Por qué fracasa la gestión
El tema de este artículo no es la economía, sino la gestión de la economía. Un país puede crecer, aunque esté mal gestionado o puede entrar en recesión aun cuando las políticas que lleve adelante sean las mejores posibles. Muchos factores afectan el desempeño económico y no todos son resultado de las políticas públicas. Por ejemplo: la situación internacional, el precio de los productos que exporta, la dinámica de innovación del sector privado, la calidad de los recursos humanos, la ética ciudadana, la situación relativa del país respecto de los otros, el porcentaje de ciudadanos activos respecto de los pasivos explican el desempeño económico más que las políticas implementadas.
Por otra parte, la política económica puede hacer muchas cosas, menos una: evitar las consecuencias. A menudo una buena gestión debe enfrentar las consecuencias de pésimas políticas previas, y por eso, los que gestionan la nueva etapa quedan identificados con un mal momento económico y social del cual no son responsables.
Lo cierto es que -en una mirada de largo plazo- la Argentina es el país más volátil y con más inflación del mundo, y es uno de los países donde más empeora la distribución del ingreso. Eso nos habla de una mala gestión que no es responsabilidad de uno u otro gobierno, sino de todos. No siempre es razonable exculpar a aquellos que les tocó un ciclo de éxitos, ni es razonable culpar a aquellos que tuvieron que lidiar con etapas recesivas.
Dos causas explican nuestra ineficacia: la dificultad cierta de gestionar nuestra estructura económica y la carencia de marcos institucionales adecuados para la gestión de la macroeconomía.
El primero de los temas corresponde a lo que Marcelo Diamant, eminente pesador argentino, denominaba "estructura productiva desequilibrada", un fenómeno que se conoce como "enfermedad holandesa". Se trata de la distorsión de los tipos de cambio de un país, derivados de los ingresos y egresos de flujos de fondos. En el caso argentino, esos flujos tienen tres fuentes: la primera, y más importante, las oscilaciones en el precio de las commodities que exportamos; la segunda, los ingresos y egresos financieros por deudas que contraemos o pagamos, y la tercera, los cambios en la composición de los ahorros de los argentinos, que hacen transacciones en pesos pero ahorran en dólares.
Un ejemplo actual puede ser útil. Hemos vivido un ciclo de aumento en el precio de las commodities agropecuarias, ése fue el motor de ingresos masivos de dólares? y del crecimiento económico a tasas chinas. Tantos dólares generan una pérdida de su valor en términos de pesos, o lo que en la Argentina se denomina "retraso cambiario". Ese retraso permite exportar a los que producen el fruto de "la tierra y el agua", pero determina sueldos en dólares incompatibles con la productividad del resto de nuestras empresas que compiten con el exterior. Nuestros trabajadores no pueden competir con trabajadores chinos que reciben sueldos equivalentes a la tercera parte en dólares y tienen mejor tecnología, enormes escalas y, en muchos segmentos, mejor nivel de calificación. El ciclo vivido fue de alta intensidad: se triplicaron los precios en poco tiempo. Afortunadamente, como no fue posible gastar semejante masa de divisas porque persiste la desconfianza en la gestión, el ciclo de precios no se acopló con ingresos financieros por endeudamiento y por repatriación de capitales. En cambio, el Estado pagó deudas y la población atesoró divisas en moneda dura. Pero el exceso de gasto público y la laxitud de las políticas monetarias y de ingresos provocaron un proceso inflacionario del que resultará difícil salir. En otros ciclos de retraso cambiario, el factor determinante fue la entrada de capitales por el endeudamiento y el reingreso de nuestros propios dólares, atraídos por tasas de interés en pesos superiores a la devaluación esperada.
Con la misma "enfermedad holandesa", Brasil optó por una política monetaria menos expansiva, evitó la inflación, pero no pudo resistir la revaluación de la moneda, y menos aún el ingreso de flujos financieros del exterior, que exageró el "retraso" del real.
Sin recursos naturales, China no sufre la "enfermedad holandesa", porque la lenta revaluación de su moneda acompaña las mejoras en la productividad de sus trabajadores. Tiene, eso sí, la prudencia de controlar los flujos financieros.
Los que mejor administran la "enfermedad holandesa" son los chilenos, que la sufren por las oscilaciones del precio del cobre. El gobierno resiste el retraso cambiario comprando los dólares excedentes con superávit fiscal, y no con emisión monetaria. Así consigue limitar las dos formas de revaluación de la moneda, la de Brasil y la de Argentina. El desarrollo de Chile es más estable porque conserva los dólares guardados durante el auge, para cuando se revierte el ciclo internacional.
El recurso del proteccionismo para resistir la "enfermedad holandesa" es precario, porque la capacidad negociadora argentina es débil frente a nuestros compradores. Basta recordar el conato de retaliación china con la suspensión de las importaciones de aceite de soja, o las respuestas brasileñas a nuestras políticas de restricción de importaciones. Por otra parte, el proteccionismo ampara nuestro mercado interno, pero no ayuda a ganar escalas industriales exportadoras y salir, por lo tanto, de la sobredeterminación de las commodities agropecuarias.
Cuando se revierten los flujos financieros o caen los precios de las commodities se tornan inevitables los famosos ajustes que incluyen devaluación, aumentos tarifarios y reducción del gasto público. Haber elegido la inflación en el momento del auge limita las opciones de política económica posteriores, porque los cambios de precios relativos que son necesarios exacerban la inflación. Brasil o Chile pueden devaluar sin mayores problemas. En cambio, para que la Argentina consiga una devaluación "real" de, por ejemplo, 5%, debe provocar una devaluación nominal sustancialmente superior. Como eso es políticamente inconveniente, la tentación inevitable es la de financiar una nueva etapa de retraso cambiario con crédito externo? o rezar para que vuelva a subir el precio de la soja (y, de esa forma, se sigan acumulando desequilibrios). Por fortuna, hoy no somos sujetos de crédito por nuestra propia debilidad institucional, lo que pone límites a un nuevo ciclo de endeudamiento.
A la vuelta de ambas fases de los ciclos de la "enfermedad holandesa" quedan dos consecuencias: inflación y polarización social. La Argentina volvió a ser uno de los países con más inflación y continúa con su senda de pobreza creciente y desequilibrio social.
Pero nuestro problema se puede ver como una oportunidad: nuestro enfoque sería, entonces, el de enfrentar sin complacencias la gestión de una economía que tiene la bendición de los recursos naturales, tierra y agua.
En la Argentina, la economía se gestiona desde de una persona definida como "salvadora", sea ésta un ministro de economía o -como en el gobierno de los Kirchner- un presidente. Esa figura tiene la suma del poder, sin límites ni chequeos sistemáticos y públicos sobre las consecuencias de las políticas que se implementan. Una economía compleja en un país democrático se debe gestionar con procedimientos más elaborados y controles públicos.
Me permito proponer cuatro ideas para iniciar la construcción institucional de la gestión de la macroeconomía argentina.
La primera, una ley que obligue a definir el presupuesto nacional a partir del precio de largo plazo de las commodities exportables argentinas. Así, si los precios resultan ser superiores a los presupuestados, se ahorrarán recursos, que se gastarán cuando esos precios sean inferiores.
La segunda, una ley que limite los flujos financieros, no en el momento de su salida, sino cuando pretendan entrar. Es decir: no en momentos como el actual, en que se pagan las consecuencias de los excesos, sino cuando es menester evitar el surgimiento de esos excesos.
La tercera propuesta es la creación de una Oficina de Presupuesto y Control Presupuestario en el Congreso de la Nación. Una oficina independiente, con profesionales de alto nivel, elegidos por concurso público, que informe, controle y haga pública la elaboración y los desvíos del presupuesto aprobado.
La cuarta, un consejo de asesores económicos, con diversidad de opiniones en su composición y plena publicidad de sus informes y estudios. Su principal misión debe ser la de asesorar a las autoridades políticas y a la población sobre las opciones de política económica y las consecuencias esperables de cada opción. En un Consejo de esa naturaleza no es necesaria la unanimidad, sino, más bien, el nivel profesional y técnico de sus trabajos.
Estas reflexiones apuntan a la institucionalidad destinada a la gestión de la macroeconomía. No refieren a la que es necesaria para el desarrollo económico y la equidad distributiva.
Esos últimos temas no son objeto de esta nota y son sustancialmente más complejos, pero para ofrecer una idea de la envergadura del problema podemos sintetizarlos en tres conceptos: desarrollo empresario, innovación y educación.
En los tres, nuestro país está entre los peor calificados del mundo. Basten algunos ejemplos: no es posible el desarrollo empresario sin crédito, y la inflación conspira contra la creación de un mercado de crédito apto para financiar a las empresas. Nuestro presupuesto en Ciencia y Tecnología es, como porcentaje del PBI, la mitad del de Brasil. Y, según los informes PISA, el rendimiento de nuestros estudiantes es más bajo que el de los de Chile, Uruguay, Brasil y México. Y estamos a años luz del de los países desarrollados y de varios de los asiáticos. Este último tema es el que más incide en la equidad y la igualdad de oportunidades.
Por fin -y en eso la deuda argentina es enorme- el problema crítico es el cumplimiento de la ley y el respeto por los marcos institucionales que decidamos construir.
© La Nacion
El autor es profesor de Gestión Institucional del Desarrollo en la Universidad de General Sarmiento
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