¿Por qué el liberalismo es siempre el enemigo?
El liberalismo es el gran enemigo en tiempos del Covid-19. El virus surgió en un país autocrático, es cierto. También parece que la censura del Partido Comunista contribuyó activamente a su propagación: los herederos de Mao ocultaron evidencia y silenciaron a los científicos que quisieron dar la voz de alerta. Algunos sospechan incluso que el patógeno se fugó de un laboratorio de Wuhan. Nunca sabremos la verdad; las dictaduras no rinden cuentas ni siquiera a sus simpatizantes.
Aun así, la crisis nos ayudaría a ver lo equivocados que estábamos: las mismas democracias liberales que hicieron un culto de la libertad individual se lanzan ahora a una carrera estatista sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. El estado de emergencia sería un anticipo del luminoso futuro que nos espera: concentración de poder, derechos en cuarentena y control creciente de la economía. La profecía colectivista no es novedosa. Igual a sí misma, irrumpe cada vez que algo perturba la normalidad.
La verdad es que las democracias liberales mejoraron la vida de la especie de un modo sorprendente: garantías constitucionales, igualdad ante la ley, vacunas, tecnología, medicina científica, estadísticas, bienes de consumo al alcance del trabajador, respeto por las minorías, súper ricos a los que cobrarles impuestos. Nunca hubo menos pobres, nunca trabajamos menos, nunca gozamos de mayor libertad para vivir nuestra vida. Es verdad que los beneficios no llegan a todos por igual. Pero logramos mucho más de lo que podíamos soñar en nuestra época de nómades, pastores o siervos de la gleba. Milenios de privaciones no se revierten tan rápido.
¿Por qué el liberalismo es tan resistido entonces? Y no me refiero al anarco-capitalismo de los libertarios, sino al liberalismo de autores como Locke, Kant y Mill. Ese liberalismo que lejos de abjurar del Estado lo considera indispensable para el ejercicio de la libertad y hasta plantea la distribución del ingreso como contrapartida de la propiedad privada.
Tal vez lo que vuelve a esta doctrina tan antipática es en realidad su mayor virtud: el liberalismo nos obliga a reconciliarnos con la complejidad del mundo. Antes que nada, con la complejidad de los procesos impersonales. La pobreza, los cracs financieros, la desigualdad, no son siempre la obra consciente de opresores o perversos; a veces son el efecto acumulativo de miles de acciones inocentes que las personas realizan para satisfacer sus preferencias. Si la oferta es menor que la demanda, los precios suben; si los impuestos son altos, la economía pierde dinamismo; si obligamos a la gente a trabajar por solidaridad, pronto deja de trabajar. No es una conspiración. Es simplemente la dinámica de la motivación humana.
Es razonable que nos cueste digerir la contingencia. Antes de la revolución científica, el pensamiento mágico-religioso era nuestra única herramienta para ordenar la experiencia. Seguramente, esa persistente matriz explicativa acabó por imprimir un sesgo voluntarista a nuestro entendimiento. El mundo lo creó dios, el mal es obra del diablo, la naturaleza misma es teleológica. ¿Cómo aceptar ahora que no hay una inteligencia que planifica todo lo que nos pasa? ¿Cómo sustraernos de la contienda cósmica entre bien y mal? ¿Cómo sobrevivir en un mundo desencantado, desprovisto de épica y finalidad?
Pero el liberalismo nos pide, sobre todo, que nos reconciliemos con la complejidad de lo humano. Las sociedades premodernas se ordenaban en torno a concepciones organicistas monolíticas, generalmente religiosas. Las personas tenían roles "naturales" asignados según el grupo al que pertenecían; no les estaba permitido innovar, cuestionar ni experimentar. Por su parte, el poder político era una prolongación del poder divino que las elites usaban a su antojo para mantener el statu quo y promover la verdad o la salvación.
La doctrina liberal es la negación radical de esa imagen estática que encadena nuestras facultades. El individuo no es el servidor de una causa superior; es un sujeto autónomo capaz de evaluar críticamente, crear su propio destino y asumir responsabilidad por sus elecciones. El resultado de la emancipación ilustrada fue un pluralismo profundo, manifestado en la increíble multiplicación de religiones, culturas, valores, identidades y planes de vida.
Al nivel más fundamental, el liberalismo es una manera de responder a este nuevo escenario. Mientras los autoritarios sueñan con el retorno de una sociedad primigenia ordenada por valores colectivos, los liberales celebran el pluralismo como una consecuencia inevitable del uso libre de la razón. El problema es que siglos de absolutismo y violencia conspiran contra la tolerancia liberal. Después de todo, ser tolerante es aceptar que los otros merecen un respeto igual aunque nieguen nuestros ideales y ofendan nuestras utopías. Y eso es precisamente lo que la bestia tribal que nos habita se niega a aceptar. La ilustración es un camino arduo que apenas empezamos a recorrer.
Doctor en Teoría Política por University College London y premio Konex a las humanidades