Por qué el diálogo no es hoy una posibilidad
En esencia, el kirchnerismo es un fenómeno discursivo. Vive y se desarrolla en la dimensión onírica que provee el relato. Desde allí, busca violentar el perfil de la realidad mediante la prepotencia del discurso. Los que han decidido encolumnarse detrás de Cristina Kirchner con un apoyo incondicional no conciben la palabra como un instrumento que sirve a la comunicación. Para ellos, como se vio una vez más esta semana, es en cambio un arma de lucha –la principal– en la batalla por lograr sus objetivos. Entre los que se cuenta, no por casualidad, el silenciamiento de las voces críticas o disidentes que impiden el reinado de una sola voz hegemónica. Concebida la palabra de esta forma, queda cancelada a priori toda posibilidad de diálogo.
Por dura que sea, es mejor aceptar la realidad y dejar de lado buenos deseos que no conducen a nada y le ofrecen al oficialismo la oportunidad de seguir desplegando un juego cínico que pervierte el espíritu democrático.
Digámoslo de otra forma. Hoy no hay posibilidad de diálogo político en el país porque el objetivo último de una de las partes es, ni más ni menos, violar el sistema que garantiza la posibilidad de diálogo. Es decir, quebrar los principios republicanos que habilitan la convivencia democrática y el reconocimiento del otro. En consecuencia, el diálogo no depende de una decisión de la oposición. Tampoco de una invitación del oficialismo. Su inviabilidad, al menos en las circunstancias actuales, obedece una lógica elemental: aunque haya intercambio de palabras, no es posible mantener un diálogo con quien no cree en él y busca destruir los principios que le dan sustento. Creer que oficialismo y oposición son dos partes mal avenidas que comparten una responsabilidad equivalente en la crispación actual es una simplificación peligrosa. Esta idea, que suena en distintos ámbitos, pavimenta el terreno en el que el kirchnerismo despliega el truco de acusar a la oposición de perversiones políticas propias y lo habilita a tejer un relato que contradice los hechos y aumenta la alienación de una sociedad exhausta.
Resultó también ingenuo el deseo de que el ataque que sufrió la vicepresidenta hiciera deponer, al menos por un rato, el ánimo polarizante y belicoso del kirchnerismo, que desde el alegato del fiscal Diego Luciani y de la pena pedida para Cristina Kirchner por delitos de corrupción salió a las calles en abierto desafío al sistema republicano y la división de poderes. Por el contrario, el atentado fue aprovechado para multiplicar los ataques a la Justicia y para condicionar la paz social a la concesión de impunidad para la vicepresidenta (el senador Mayans lo dijo clarito). También, para alentar el discurso del odio.
No debería sorprender. Con el fin de concentrar poder para que la voluntad del líder pese más que la ley, el populismo construye un enemigo. Y lo hace con la arcilla del odio, avivado al calor de las frustraciones del presente pero también mediante la manipulación del pasado y de los traumas que ese pasado dejó en la sociedad. Así, divide entre un “nosotros” y un “ellos” que no admiten matices. Buenos y malos. El kirchnerismo eligió como enemigos a la oposición, la Justicia y la prensa. No es casual. La oposición contiene su ambición de ir por todo. La Justicia le pone el límite de la ley. La prensa confronta el espejismo del relato con la verdad de los hechos. Para neutralizar a estos “enemigos”, hay que someterlos o colonizarlos. El kirchnerismo sigue respondiendo a este esquema de conducta. Y jamás lo ha desplegado con tanta claridad como ahora, cuando las evidencias de corrupción expuestas en los tribunales socavan el relato y permiten anticipar condenas para Cristina Kirchner y muchos de sus exfuncionarios. En la desesperación, inyectan una dosis mayor de resentimiento en la sociedad y fuerzan el relato adjudicando esa violencia a la oposición. La batalla que libran contra el sistema republicano se agudiza y no se podía esperar otra cosa.
¿Qué le queda a la oposición, entonces, si no tiene interlocución con el Gobierno? Tal vez convenga advertir que la respuesta puntual a cada ataque recibido alimenta la polarización, negocio del kirchnerismo. La sociedad, en su gran mayoría, no quiere la confrontación. Evitarla no es tarea sencilla, con un oficialismo que te lleva al barro, apela a la mentira y ataca presupuestos de la democracia que merecen ser defendidos. Pero, con la palabra política envilecida, quizá haya que confiar esa defensa a las vías institucionales. En el Congreso, la oposición puede hacer escuchar su voz de manera orgánica. Cuando actúan, las instituciones ofrecen anticuerpos de peso para defender los principios republicanos. Un ejemplo es el pronunciamiento de la Asociación de Fiscales de la Nación, que criticó el modo en que Axel Kicillof y otros funcionarios vincularon el alegato de los fiscales Luciani y Mola con el atentado a Cristina Kirchner.
Se trata, en suma, de preservar la cordura ante tanto desvarío. Hoy el verdadero diálogo depende menos de una dudosa invitación que de un cambio de conducta que parece muy lejano.