Por qué a Cristina le apetece ahora el PJ
Cristina Kirchner, quien a lo largo de su carrera política siempre menospreció al Partido Justicialista por considerarlo una estructura inservible, hasta solía tacharlo de abominable, ahora quiere presidirlo. Esgrime una razón aún más curiosa que la idea misma. Dice que su objetivo es producir un segundo trasvasamiento generacional.
La realidad parece ser bien distinta. Frente a la perspectiva de que la Cámara de Casación ratifique el 13 de noviembre la condena a seis años por defraudación a la administración pública en la causa Vialidad, la expresidenta buscaría levantar el perfil -como ya lo viene haciendo- para blindarse políticamente de la mano de una profundización de su habitual estrategia victimizante.
La presidencia de un partido no da fueros. No se trata acá de una cuestión legal sino política. Achicados los márgenes para nuevas apelaciones, desde su perspectiva la política sería ahora un terreno mucho más fértil, por no decir el único, ante la amenaza de que la condena se ejecute. Si ello ocurriera, ¿debería cumplir cuatro años de prisión (dos tercios), que en atención a su edad serían bajo la modalidad domiciliaria? De la prisa con la que la Corte Suprema podría resolver un recurso existen todavía menos certezas. Pero visto el riesgo que se le avecina, es probable que Cristina Kirchner prefiera transitar esta nueva, temeraria temporada siendo la máxima autoridad del justicialismo, que está reputado como uno de los partidos políticos más importantes de América latina, y no como la mera presidenta honoraria de un “instituto”, facción sin estirpe, el Instituto Patria. En el ínterin compromete orgánicamente a todo el peronismo con la versión de que lo que ella sufre -dice ella- es una proscripción. Palabra que en el peronismo suscita solidarios reflejos viscerales. En este esquema presentarse como candidata a algo en 2025 es un accesorio, no un objetivo central.
Aunque ella se desempeñó dos períodos consecutivos como presidenta de la Nación y uno como vicepresidenta (bueno, este último período tal vez lo olvidó) su experiencia le ha enseñado que el prefijo “ex” con el paso del tiempo se marchita, no genera pleitesía universal alguna, mucho menos hace de amianto. Acoraza mejor un cargo partidario, de gran envergadura, vigente. Esto último es clave. Basta pensar en la mirada internacional. Acá el sillón principal de un partido enaltece pero sólo hasta ahí. No hay ejemplo más a mano que el del presidente del PJ bonaerense, Máximo Kirchner, de prestigio inalterable. Pero afuera, donde no están al tanto de que dirigentes como Luis Barrionuevo también llegaron a presidir el peronismo (2018), el barniz puede resultar incluso refulgente, después se verá si impermeabiliza o no.
Que la vía jurídica está cerca de agotarse lo muestra el fracaso de los últimos esfuerzos tribunalicios de Cristina Kirchner, quien se cansó de hacer planteos dilatorios. El más inaudito se refiere a un camarista, Gustavo Hornos, que según ella no está en condiciones de juzgar mujeres. La madrina política del esposo de Fabiola Yañez recusó a este juez por haber sido supuestamente acusado de ejercer violencia de género. Pero no era el caso: el fiscal sostuvo respecto de Hornos que no había delito de acción pública que investigar. Una lástima que la recusante no hubiera puesto el mismo celo en 2019 respecto del abogado que ella escogió para presidente de la Nación, es decir para gobernar un país en el que habitan 23.705.494 mujeres.
Pues bien, nada de esto enuncia Cristina Kirchner para explicar su súbito arrebato partidario. Habla en cambio de trasvasamiento generacional, un tema que ya había formado parte de su discurso pero al que ahora parece querer darle dimensión orgánica.
La consigna del trasvasamiento generacional la lanzó Perón en 1971. En esa época Perón endiosaba a aquella “juventud maravillosa” de la lucha armada que después se volvió contra él. En el terreno ideológico la expresión remite a la búsqueda de convergencia de los distintos sectores juveniles peronistas frente a un régimen político dictatorial. Eso habilitó lo que Antonio Cafiero llamaba “entrismo”, la inserción en el peronismo de marxistas y trotskistas mezclados con nacionalistas católicos revolucionarios: efervescencia de los setenta.
Pero es posible que en la cultura residual del Movimiento, en esta era de millennials y centennials, trasvasamiento generacional suene glamoroso. Hasta puede que alguien lo confunda con la renovación peronista, que fue otra cosa y sucedió a mitad de los ochenta. Si el concepto alude a un traspaso de la antorcha de una mano ajada a otra juvenil, rozagante, convendría recordar que el último presidente del PJ, de nuevo Alberto Fernández, alcanzó el puesto a los 61 años y que su posible sucesora, Cristina Kirchner (la que en 2019 interrumpió el asegurado destino intrascendente de Fernández) tiene 71. En caso de ser encumbrada en el PJ, ella, la que invariablemente abre oportunidades para los jóvenes, se convertirá en la persona de más edad que accede al cargo. Cargo que por fobia antipejotista, cabría decir, se rehusó a ocupar durante los ocho años que estuvo en la Casa Rosada, a diferencia de Perón, Isabel Perón, Menem, Néstor Kirchner y Fernández, quienes desempeñaron en simultáneo, o por lo menos durante un tiempo, las dos presidencias, la del país y la del partido. Mucho más que su esposo, Cristina Kirchner concebía al kirchnerismo como una instancia superadora del peronismo.
Es cierto que Vicente Saadi también tenía 71 años cuando se quedó con la titularidad del PJ después de que Isabel Perón renunció, pero en 1985 el peronismo se encontraba dividido y lo que les preocupaba entonces a sus dirigentes no eran los jóvenes sino la desarticulación de los mayores, el trauma que venía de haberse encontrado con la primera derrota en elecciones presidenciales libres.
Según dijo el lunes Eduardo de Pedro, es momento de que una mujer presida por primera vez el Partido Justicialista. Raro que De Pedro no sepa que la viuda de Perón presidió el PJ durante once años, todo un récord, incluido el lustro que estuvo detenida por los militares, cuando los partidos estaban suspendidos. En el amanecer de la democracia, en el momento en que miles de argentinos, sobre todo veinteañeros, se lanzaron entusiastas a afiliarse a los partidos políticos, el más voluminoso de ellos, el más cautivante en términos de mercado, estaba presidido por Isabel Perón, quien desde 1981 vivía en Madrid. Muchos peronistas entendían que se trataba de un liderazgo simbólico. Pero no todos. En Rio Gallegos, por ejemplo, el dirigente peronista Néstor Kirchner había alineado a su unidad básica bajo el slogan “Isabel conducción”, lealtad musicalizada con el tronar de eufóricos bombos -luego guardados- de los que se ve que a De Pedro nunca le contaron.
Perón no comulgaba con la “partidocracia liberal”. Ascendió al poder el 4 de junio de 1945. A la semana siguiente, el 13, desarmó el laborismo y los demás partidos que lo habían postulado. Creó entonces el Partido Único de la Revolución Nacional, más tarde llamado Partido Peronista, que se construyó en forma vertical desde el Estado y funcionó en aquella década como instrumento electoral, pero primero como motor de la doctrina oficial. Entre 1955 y 1973 estuvo proscripto. Volvió inflamado en el Frejuli y quedó congelado con todos los demás partidos durante la última dictadura.
Menem, quien en el PJ sucedió a Cafiero, al que había derrotado en las únicas elecciones internas auténticas que el peronismo celebró para elegir candidato presidencial, hipnotizó al partido durante los noventa con sus mágicas pociones neoliberales. Algo que tal vez pocos recuerden es por qué razón el pampeano Rubén Marín también llegó a ser presidente del PJ en 2001. Menem pidió licencia porque lo metieron preso. El 28 de noviembre, sin el apoyo de los gobernadores, volvió al sillón partidario con el objetivo de posicionarse para las elecciones de 2003. Es un antecedente significativo. Procesado pero sin condena definitiva fue el único peronista que después de presidir el país y el partido (durante un total de 13 años) salió primero en una elección presidencial.
Qué decir de la presidencia de Daniel Scioli (dos veces, en total casi cinco años) o de la de José Luis Gioja (también dos veces, otro lustro). Es difícil recordar cada una de las gestiones porque nunca pasó gran cosa. Lo que menos hubo fueron patrones de funcionamiento constantes. No se distinguió el PJ por ser “un ámbito de discusión y participación” del peronismo como pretende ahora Cristina Kirchner. Autocandidata a un cargo en el que los 3,2 millones de afiliados son de palo.