Por los caminos de Alfredo y Federico
Yo era la viuda de Alfredo Alcón y pocos lo sabían. Hace algo más de un año, cuando llorábamos su muerte, recibí mensajes y llamados de amigos y familiares que no habían olvidado aquel amor adolescente. No tengo correspondencia para probarlo: la única carta que hubo entre nosotros fue la que le escribí y entregué en las puertas del Teatro San Martín, un día en que mis amigas me acompañaron a ver por tercera vez su versión de Hamlet. Lo esperamos en la vereda y cuando al fin apareció lo rodeamos como Ofelias eufóricas, tal vez para escándalo de ese hombre discreto y pudoroso. Supongo que habló de Shakespeare, de Hamlet, del teatro. Hasta tuvo un segundo de malicia para burlarse de mí, la única enamorada, la única incondicional, la única que había enmudecido por completo. Las chicas me codeaban, habíamos ido desde Banfield hasta la avenida Corrientes sólo para que yo pudiera hablar con él y entregarle esa carta de la que por suerte casi no recuerdo nada. Empujada por mis amigas, que estaban desorientadas con esa niña inhibida en la que me había convertido de repente, sólo pude articular un inaudible "es hermosa la obra" para que él se solazara en su ingratitud y se burlara sin piedad: "Y sí, la obra es hermosa", dijo, con un tonito que adiviné irónico, desdeñoso, tonito de chocolate por la noticia, y sí es Shakespeare, es Hamlet, es hermosa, querida.
Como el amor todo lo perdona, ni eso ni nada impidió que siguiera yendo al San Martín y sus alrededores sólo para verlo, aunque fuera de lejos. A veces en el teatro, a veces desde una de las mesitas del bar azul -que tal vez no tenía ese nombre, pero así lo llamábamos-, que estaba junto al teatro y por el que pasaban a diario los actores antes de entrar o a la salida de ensayos y funciones. Me acuerdo de él conversando en la barra con Fortinbrás (que era Horacio Peña), y de Elena Tasisto, a la que imaginé repasando la letra de su Ofelia en esa mesita del rincón en que se refugiaba.
Tuve la suerte de que la fascinación por él no me llevara sólo a la avenida Corrientes. Porque hay algo que es necesario aclarar: Alcón fue un hombre hermoso hasta el final de su vida y lo era mucho más a sus 50 años, para la época de ese Hamlet en el San Martín. Pero lo que a mí me deslumbraba no era su belleza sino sus palabras. En cada entrevista que leía encontraba siempre algún pensamiento que me tocaba el alma ("Las ideas que se tienen en la adolescencia son la raíz de la vida", leí alguna vez. ¿Cómo no amarlo a los 16, cuando ningún adulto se tomaba demasiado en serio los sentimientos de esa etapa de la vida?) Me deslumbraba el modo en que hablaba de poesía, de paraísos perdidos, de los abismos de la condición humana, desde las páginas de cualquier revista de actualidad. Como si tal cosa. Me encantaban sus relatos de infancia. La noche en que su padre fue a buscar una escalera porque él le había pedido la luna; las tardes en la terraza de Ciudadela jugando entre las sábanas como bambalinas de un teatro imaginario en el que él empezaba a ser actor; el día en que su abuela le prometió que irían a ver Bodas de sangre con una actriz que lo haría temblar (y tembló por los dos, por Margarita Xirgu y por García Lorca). Y por la veneración que sentía su abuela por la actriz catalana que había decidido no volver a España mientras estuviera Franco, la cabeza del régimen que había matado al poeta. La misma abuela que caminaba por la casa recitando el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Que no quiero verla. Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.
Muchos, muchísimos años después, su nieto nos helaría la sangre recitando esos versos. A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde. Fue en 1987 cuando Alcón presentó Los caminos de Federico, una serie de textos escogidos con los que rendía homenaje a sus orígenes y al poeta granadino. Yo ya era suficientemente grande para entonces y el amor adolescente había dado lugar al cariño y la gratitud que se tiene por los maestros. En estos días sus otros deudos le rinden homenaje a un año de su muerte. Los caminos de Federico volvió a escena y fue Cristina Banegas quien con su hechizo trajo de regreso la voz del poeta y, con ella, los ecos de una adolescencia felizmente recobrada.
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