Por eso es tan importante
Cuando abrimos los ojos a la vida, recién llegados, vulnerables y desconcertados, damos origen al primer sesgo mental: creemos que el mundo siempre ha sido así y que es en todas partes igual. Muchos años antes de opinar por primera vez, una falacia echa raíces en nuestro inconsciente. Construiremos nuestros edificios intelectuales sobre ese terreno que parece seguro (¿qué puede ser más cierto que lo que incorporamos de pequeños?), pero que pronto temblará, sacudido por otras visiones, otros sesgos. Ante el conflicto, lejos de rever nuestros axiomas, los reforzaremos con argumentos más o menos vehementes, pero siempre desesperados. Nada peor que sospechar que hemos vivido equivocados.
Sin embargo, cada uno a su manera, con disfraces diferentes y máscaras cordiales o feroces, según las culturas y las épocas, todos hemos vivido equivocados. El mundo no siempre fue como era cuando nacimos. Ni es en todos lados igual. Persistiremos, eso sí, porque es el prejuicio más hondo y difícil de extirpar. Siempre hubo televisión a color, vacunas y teléfonos inteligentes. Todos se despiertan con una madre que les besa la frente con ternura. A todos los chicos les espera un plato de comida cada día. Vamos a hacer lo imposible con tal de seguir creyendo que ese mundo en el que nacimos es real. Es ahí donde entra en escena la educación.
¿No se han cansado de oír lo importante que es la educación? Como si fuera una novedad, ¿no? Me encanta asistir a esos debates, porque parten de la base de que la educación es importante, pero nunca explican por qué. En serio, ¿qué tiene de extraordinario la educación?
Cuando terminé la escuela primaria, no sabía dividir ni tampoco multiplicar con coma. Ya era un lector ávido, pero la gigantesca biblioteca familiar no descollaba por su orden ni por su alcurnia. Sabía que existían otros idiomas, porque mis padres hablaban en inglés cuando trataban asuntos que preferían mantener en reserva, pero en la primaria a duras penas me impartieron las destrezas básicas de la lectura y la escritura en mi lengua materna. Es decir, el idioma del mundo.
Ese mundo se limitaba a unas pocas cuadras del casco viejo del barrio de Barracas, esa biblioteca inabarcable y a menudo incomprensible, una discoteca modesta, y los usos y costumbres de nuestra familia.
Pero un golpe de suerte me dio la oportunidad de cursar la secundaria en un colegio formidable. Así, el chiquilín que no sabía ni inglés ni francés y que solo balbuceaba la aritmética iba a tener que vérselas con el latín y la trigonometría, con el Cálculo de Newton y con las ecuaciones de Einstein y de Planck.
Sobre todo, esos profesores –de exigencia impiadosa y una memoria abrumadora– dinamitaron las fronteras de mi mundo. En menos de tres años, hacia mis quince, esas pocas cuadras de Barracas se habían expandido hasta la India, el Paleolítico, los escabrosos epigramas de Marcial, las religiones innumerables y la Constitución Nacional, de la que nadie me había hablado antes. Había navegado por Freud, Descartes, Kant, Cervantes, Picasso, la Venus de Milo y la Tabla Periódica, cuya belleza me tuvo hipnotizado durante meses (¡enumeraba los ladrillos del universo!), a tal punto que llegué a sabérmela casi de memoria.
Seis años después, ya no creía que el mundo era como había pensado que era. Todavía vendrían otras lecciones y nuevos maestros. Pero el bien fundamental de la educación estaba hecho. Esas aulas, que todavía hoy me emocionan hasta que se me pone la piel de gallina y que muchas veces vi ultrajadas por fanáticos de toda laya, me enseñaron la destreza más esquiva de la mente humana. Me enseñaron a dudar, y, de esa forma, me absolvieron a la vez de la tentación de las verdades absolutistas y de la amenaza del adoctrinamiento. Por eso es importante la educación. Porque nos convierte en personas libres. ¿Libres? ¿Libres de qué? Libres de dudar.