Populismo, clientelismo y sumisión de las masas
Hacia las últimas décadas del siglo XIX parecían haberse generalizado los regímenes constitucionales (entre otros, en su versión parlamentaria en Europa y presidencialista en los Estados Unidos y la Argentina). Aunque también habían despertado una fuerte reacción que los cuestionaba. Los opositores al régimen representativo acusaban de manejos oscuros en las decisiones tomadas en ámbitos ajenos al elector que no respondían a los intereses del pueblo, siendo este un régimen falsamente democrático.
Estos cuestionamientos se dieron en un contexto internacional de grandes cambios económicos y sociales en la industria y el comercio mundiales, que involucraron un desplazamiento de población de zonas rurales a urbanas e incluso a continentes lejanos. La industrialización no había generado, sin embargo, una respuesta satisfactoria a los problemas sociales y en algunos casos la miserable vida en los precarios asentamientos había despertado añoranza por la vuelta al mundo rural. Los conflictos concluyeron en un rechazo a las tendencias reformadoras que venían del siglo XVIII y una supuesta vuelta al pasado para recuperar el orden perdido.
En la Argentina, el régimen constitucional se había establecido definitivamente en 1853. El camino hacia la modernidad era una realidad. Esto se vio en el proceso de alfabetización, un importante indicador de progreso, que había bajado desde un 77% en el primer censo de 1869 al 22% en 1930. Se había poblado el desierto y construido miles de kilómetros de vías férreas. El fenómeno de inmigración generó un cambio notable en la sociedad, donde un tercio de la población en 1914 era extranjera. Pero era también una sociedad expuesta a bruscos y grandes movimientos externos.
Mientras que los partidarios del régimen de democracia representativa fundaban su diseño político en los derechos naturales que reconocían a los seres humanos la capacidad de ser conscientes de sus actos entendiendo que podían gobernarse, los que optaron por la alternativa absolutista buscaron una versión centralizada en un Estado nación.
De esta manera se buscó organizar la sociedad política en modelos que evitarían caer en el desorden y el permanente enfrentamiento que generaba la “trampa” de la democracia representativa. Pero sobre todo porque el escenario se configuraba ante un fenómeno nuevo, una sociedad de masas con concentraciones de cientos o miles de obreros en fábricas y en las calles o plazas donde las decisiones políticas ya no se tomaban por representantes del pueblo en ámbitos parlamentarios, sino por las multitudes. Ese era el nuevo ámbito de la sociedad política. La multitud no se movilizaba por decisiones racionales, sino respondiendo a sus sentimientos colectivos formados en una lógica que dividía al pueblo en nosotros (amigos) o los otros (enemigos).
Frente a la multitud, el caudillo o líder sin limitaciones constitucionales se identificaba con sus sentimientos. Era el líder el verdadero intérprete democrático y directo de las masas, pero con la salvedad de que ese poder era absoluto. Se sumó la utilización de medios de comunicación modernos y diferentes técnicas (que lograrían un sometimiento total al régimen).
El modelo de la monarquía absoluta centralizada se dio en Francia desde Luis XIV, aunque anteriormente ya se encontraba en el feudalismo, donde el poder se compartía con otros señores territoriales. Otro modelo fue el de las ciudades italianas con un régimen político que concedía derechos a corporaciones agrupadas por los diferentes oficios: comerciantes, albañiles, artesanos, tejedores, etc. El modelo corporativo tenía raíces más antiguas entre los romanos en el contrato de colonato, que involucraba al titular de un señorío y su clientela. En este caso el titular del señorío proporcionaba privilegios o derechos al uso de la tierra, la prebenda, por servicios que se prestaban (en el ejercicio de las armas o trabajos de la tierra), en cuyo caso la fuente del poder del patrón residía en el contrato de prestaciones recíprocas. Esas contraprestaciones no fueron igualitarias, sino dependientes. Esa fue la principal característica del clientelismo.
El moderno clientelismo de masas, aunque con distintos actores, consiste en la misma relación no igualitaria. En estos casos, el líder deja de ser un mandatario que responde a su mandante (el pueblo), sino que es el que otorga los privilegios como el ejercicio monopólico de un comercio o un oficio. El clientelismo moderno usa técnicas que permiten esta sumisión.
La postulación moderna del líder con poder absoluto, el populismo con su líder como jefe supremo con todos los poderes, tiene su fuente en las prestaciones reciprocas. El líder (el patrón) obtiene algo que reclamaba la masa (la prebenda) y la contraprestación del cliente y se subordina jurando lealtad al líder, a quien se obliga a obedecer. Por ello no se refiere a que todos son iguales, no se trata de democracia. La organización política ordenada como una concesión, un regalo de su líder, que concede privilegio no se trata de una con iguales derechos.
Finalmente, si en el mundo moderno la lejanía entre los gobiernos y sus electores es sin duda una realidad, la solución no es reemplazarlos con grupos de interés o empresarios privilegiados, sino referir las decisiones populares en distritos electorales autónomos más pequeños donde se decidan los impuestos y las responsabilidades, como proponía Tocqueville. El individuo que elige a quienes lo representen y como se establece en los artículos 1º y 16º de la Constitución nacional, donde todos los habitantes son iguales ante la ley y el mandatario, el gobierno, es el agente que tiene las facultades, que le delega su mandante, el pueblo, a quien le debe rendir cuentas y someterse a la alternancia en el poder. Ese es un régimen democrático de iguales. El populismo es un clientelismo en tiempos de las masas y utiliza técnicas modernas de propaganda y comunicación.ß
Profesor emérito Universidad de San Andrés