Poner las palabras al servicio del engaño
En la Argentina, las palabras están al servicio del engaño. No obstante, conforme a la definición académica, estas refieren a unidades léxicas que tienen un significado fijo y una categoría gramatical. Desde este punto de partida, que con toda lógica constituye un argumento de respeto por el lenguaje y su funcionamiento como dispositivo de comunicación entre las personas, es posible mirar el presente.
Quizá se deba a la inconsciente influencia enunciativa que ejerce el gobierno nacional apostando al mensaje redentor y la sobreactuación ideológica. Tal vez esté vinculado con la cultura de la cancelación y la adecuación terminológica frente a lo que se considera discursivamente indecible. Más allá de las causas, el poder político y buena parte de la sociedad parecen sentir vergüenza idiomática y pudor dialéctico a la hora de llamar a las cosas por el nombre que tienen.
Desde hace ya bastante tiempo, por ejemplo, una villa miseria pasó a denominarse barrio popular. Asimismo, vulnerabilidad alude a pobreza; la marginalidad es indigencia, y el encarcelamiento, un contexto de encierro.
Hay más modelos de tergiversación. En no pocas oportunidades, la figura del piquetero –manifestante surgido en las puebladas de Cutral-Có y Plaza Huincul, Neuquén, de 1996 y 1997–, cuya raigambre original tiene poco que ver con los movimientos sociales oficialistas de la actualidad, es presentada como la encarnación de un militante social o luchador popular.
Pensando en clave etaria, un anciano es hoy un adulto mayor; sea niño o niña, el infante en cuestión pierde su individualidad y pasa a integrar el grupo “infancias”. Violentando las conjugaciones verbales, un adolescente entra redondamente en el sector “juventudes”.
En otro plano, la orientación sexual de una persona, cualquiera sea, se resume con el vocablo diversidad. El término se aplica a un sinnúmero de variables y experiencias de la vida privada que algunos seres humanos, por la razón que fuera, deciden exponer públicamente.
Por decisión política de quienes tienen la responsabilidad institucional de fijar las pautas de su funcionamiento, en el sistema educativo las palabras sirven como coartada pedagógica. Dicho de otro modo: en determinadas escuelas primarias, al considerar la calificación numérica inapropiada y estigmatizante del alumno que no logra adquirir los conocimientos mínimos, el saber se mide apelando a los conceptos.
En la esfera deportiva, los vigentes barrabravas son rotulados como hinchas caracterizados o neutrales. Este último caso se explica porque, como se sabe, en el fútbol argentino no se había permitido el ingreso de público visitante a los estadios.
Yendo al campo de la música, el título artista se coloca, casi automáticamente, a ciertas figuras marginales que, aun haciendo apología delictiva, concitan la atención de miles de seguidores en las redes sociales y plataformas virtuales.
En este contexto, pues, resulta imprescindible eludir la especulación lingüística. La tarea no implica desconocer los cambios socioculturales que trae el siglo XXI. Tampoco supone un ejercicio de arcaico puritanismo oscurantista. Pero trastrocar el lenguaje, forzar su dicción y utilizar antojadizamente las reglas ortográficas es un acto de fraude intelectual. En este punto, quienes hacen política ejercen el periodismo, trabajan en el mundo de las ideas y viven del decir deberían evitar incurrir en tal cosa.
Tenerles miedo a las palabras, disimular la existencia de ellas, quitarles entidad de uso y emplearlas permanentemente para edulcorar o esconder las consecuencias de varios lustros de decadencia general son señales de autoritarismo. Al mismo tiempo, patentizan hechos de inmadurez colectiva que, en algunos casos, encubren una palmaria negación de la realidad.
Lic. Comunicación Social (UNLP)