Polémica sobre el populismo
En la cumbre de jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea, América latina y el Caribe, celebrada hace pocos días en Viena, José Manuel Durâo Barroso, presidente de la Comisión Ejecutiva de la Unión Europea, dijo que “el populismo es una amenaza a nuestros valores”. El populismo ha adquirido pues status internacional. Ampliamente difundido en América latina desde hace más de medio siglo, ahora la cuestión populista abraza las inquietudes de dos continentes.
Como cualquier expresión capaz de trascender una coyuntura política particular, el populismo es, según decía Raymond Aron aludiendo a otras palabras, un concepto “históricamente saturado”. ¿Qué podrían tener en común, en efecto, con la mirada larga que nos depara una experiencia de sesenta años, el populismo de Juan Domingo Perón y el de Hugo Chávez, o el de Víctor Paz Estenssoro y Evo Morales? Convengamos en que no es sencillo introducir una explicación satisfactoria en semejante conjunto de fenómenos. Durâo Barroso afirmó que la mejor definición que le cabe al populismo es su tendencia “a una simplificación abusiva de los problemas complejos” y su intención de apelar “a los sentimientos negativos y no a los valores democráticos y al Estado de Derecho…”
Esta perspectiva destaca el estilo propio de un conductor que subordina la ley a su voluntad y presenta el debate político como una opción tajante entre la vieja y la nueva política, entre los amigos y los enemigos (externos y domésticos), entre la justicia, en fin, y el oprobio de la injusticia establecida. Quien encarna esas dicotomías en el discurso populista es un líder ungido por la voluntad popular: un soberano de nuevo cuño que, colocándose por encima del antiguo régimen representativo, pretende instaurar un orden distinto valiéndose del auxilio de un texto constitucional también novedoso. Siempre los populistas imponen una constitución a la medida de sus designios. Ocurrió antaño con Perón y Paz Estenssoro, recientemente con Chávez y acontecerá muy pronto con Evo Morales.
Investido por esta suerte de autoridad excepcional (por tanto inestable), el líder populista despierta apetencias colectivas en pos del cambio social. En gran medida, él mismo es el producto de una larga demora en esta materia. Su propósito es entonces ambicioso y vasto, pero aunque varíen las circunstancias de tiempo y lugar, la política populista abreva, en general, en dos corrientes históricas de larga duración. La primera arrastra consigo el impulso, inscripto en el repertorio de las sociedades modernas, de alcanzar mayores niveles de igualdad social; la segunda corriente, por su parte, enarbola el estandarte del nacionalismo.
No todos los nacionalismos son populistas, ni tampoco lo son las políticas inspiradas en criterios de igualdad o de equidad. Hubo en otras épocas nacionalismos conservadores y, en la actualidad, hay democracias devotas, al mismo tiempo, de los beneficios del desarrollo humano y del Estado de Derecho. La peculiaridad del populismo consiste entonces en apropiarse de estos dos emblemas vaciándolos en el molde de un personalismo hegemónico que tira por la borda las restricciones institucionales. En ausencia de estas limitaciones, aptas para delinear el contorno de la legitimidad constitucional, las experiencias populistas suelen fabricar mayorías sin consenso.
Los populismos pueden generar procesos de incorporación social, como sucedió entre nosotros en el curso del primer peronismo, o anteponer las reivindicaciones nacionalistas frente a presuntos enemigos externos (el sempiterno demonio del imperialismo), según se desprende del militante discurso de Chávez. En una y otra de estas operaciones, mediante un movimiento hegemónico de captación masiva de apoyos, la dialéctica del populismo arrincona a los partidos de oposición y hace de ellos un rehén al que a veces asalta la tentación conspirativa. Merced a esta lógica, el populismo, en lugar de considerarse, al modo de un partido, una parte del pueblo, busca encarnar a todo el pueblo y, por ende, en clave nacionalista, a toda la Nación.
Este multifacético fenómeno no tendría sentido si el líder populista no dispusiese de recursos económicos. De no contar con ese instrumento decisivo, el populismo agoniza prisionero del desequilibrio entre gastos e ingresos y de la inflación. No es por lo tanto a causa de un acertijo inesperado de la historia que el populismo haya reaparecido en estos momentos. No se entiende a Chávez sin el petróleo y a Morales sin el gas. Estos dos pilares configuran hoy la base del nacionalismo y del propósito de erradicar la pobreza y la marginación social. Más allá de las conquistas electorales, no parece que Chávez haya tenido al respecto éxitos visibles en el combate contra la pobreza; lo de Morales, junto con las legítimas reivindicaciones de la gran mayoría de la población boliviana sumergida en deplorables condiciones de vida, está por verse.
Así las cosas, existe el riesgo de otorgar al populismo una exagerada trascendencia. Si nos atenemos a los hechos, el populismo es hoy minoritario en América latina. Tiene sí relevancia por los recursos que controla, pero parecería que, codo a codo con esta clase de irrupciones, está en marcha en nuestros países un esfuerzo para incorporar a la esfera pública el valor de la responsabilidad. De Brasil a Chile y Uruguay, y de Colombia a Perú, nuestras políticas no arrojan un saldo populista sino, más bien, resultados opuestos que, con enormes dificultades y tropiezos, buscan aproximarse a las exigencias propias del reformismo democrático. Este último objetivo no es contrario, en principio, a la propiedad pública de esos recursos estratégicos (Chile tiene en manos del Estado el cobre y Brasil el petróleo) pero sujeta ésta y otras políticas al imperio de la ley y de las reglas de un régimen competitivo de pluralismo de partidos.
No importa que esta orientación sea de izquierda o de derecha; lo que importa, en definitiva, es trazar la línea entre por un lado la política que se ajusta el Estado de Derecho y, por otro, la política que rechaza esta restricción. No se trata, por consiguiente, de un debate entre dos tipos de izquierda sino de una polémica, acaso más decisiva, entre dos tipos de república. Chávez dijo en Viena que algunos llaman populismo al comienzo de una nueva era en América latina, “tratando de desfigurar la hermosura que tenemos”. En realidad, ese rostro aparentemente desfigurado tiene dos referentes: o queremos una república democrática representativa en la cual la inteligencia ciudadana irradie a través de buenas leyes y de una alternancia constructiva en el ejercicio del poder, o nos entregamos a la aventura de inyectar en la república el contenido propio de un principado.
Esta es una disyuntiva de peso. La Argentina debe ubicarse claramente del lado de las repúblicas templadas por la solidez institucional a sabiendas de que nada está adquirido de antemano. Si el populismo es una amenaza, no menos preocupantes son los gravísimos desafíos que se incuban en nuestras megalópolis, esos inmensos conglomerados humanos duramente castigados por las desigualdades y el crimen organizado. A la vista de lo que está sucediendo en estos días en San Pablo, este panorama sobrecoge y plantea una severa advertencia porque –a no olvidarlo– las ilusiones populistas son también producto de la incapacidad reformista de las democracias.