Poco premio al esfuerzo y mucho ajuste: el modelo “k” vigente
Antonio, mi papá, llegó a Argentina cuando tenía 14 años. Como muchos italianos e inmigrantes de otros países, traía con él sueños y esperanzas. Lo primero que buscó, después de egresar de la escuela nocturna, fue un trabajo. Las primeras vacaciones se las pudo tomar recién a los 35. Al mirar esa época en perspectiva, no podemos dejar de cuestionarnos y poner en discusión lo que hoy nos pasa.
Esfuerzo, sobra. Hay poco premio al esfuerzo porque el kirchnerismo lo destruyó. Con una épica ficticia sobre la igualdad y la redistribución, el populismo dinamitó el sentido del mérito e instaló una cultura de la dependencia, en la que muchos ciudadanos están cautivos de los favores del Estado. Pero el reparto asistencial de fondos no soluciona nada, ni la pobreza, ni la inflación, ni ninguno de los problemas graves que tiene nuestro país, sino que los agrava. La improvisación y la falta de gestión no se resuelven con la maquinita. Tampoco con un cambio de “funcionarios que no funcionan”, una danza de nombres y de egos con aspiraciones de más poder, inmersos en una interna desgastante y escandalosa.
El modelo “K” quedó atrapado entre su deseo –alineado con el pensamiento mágico de que imprimir o gastar más de lo que se genera no tiene consecuencias– y la realidad que se impone como la ley de la gravedad. Los datos matan el relato. El fracaso del gobierno ya no se puede tapar con más plata. Este modelo no aguanta más, está agotado.
Poco premio y mucho ajuste es la realidad de las familias que se autoperciben de clase media (un 70% de la población) o de los jubilados que no dejan de perder ante una inflación que expropia ingresos y sueños. La ausencia de rumbo y medidas claras agrava la angustia porque, además de poco o ningún premio, al esfuerzo se lo devora la misma inflación, que castiga en definitiva al que siempre termina pagando el ajuste. El laburante siente que a pesar de que se esfuerce, vale muy poco sacrificarse porque queda atrás y todo el tiempo le sacan algo, hasta incluso lo más preciado, a sus hijos, que quieren irse porque no ven norte.
Sin embargo, también es cierto que una inmensa mayoría resiste, no se resigna y no quiere depender de la dádiva. Argentina se hizo grande cuando nadie te regalaba nada, pero el sacrificio valía la pena; cuando la cultura del trabajo y del esfuerzo iban de la mano con la libertad de poder elegir qué hacer y cómo hacerlo, de forjarse un porvenir. La memoria de lo que fuimos o de cómo llegamos a ser lo que nos propusimos es vital para recuperar un horizonte de progreso.
Sin duda a nadie le puede ir bien en una sociedad que sufre. La ayuda del Estado a los más vulnerables debería ser solo un medio hacia el lugar al que queremos llegar: la dignidad del trabajo. Las desigualdades comienzan a superarse cuando reconocemos que ser ciudadanos libres es una condición que no se negocia a cambio de un plan, cuando el Estado deja de ser paternalista y ya no te pregunta “qué puedo hacer por vos” sino “qué podés hacer vos por vos”. Es urgente volver a conectar la política con conceptos como corresponsabilidad, bien común y ciudadanía, convivencia cívica y pacto social, un desafío que tenemos que asumir con enorme responsabilidad todos los que sentimos pasión por lo público.
El modelo “K” vigente nos llevó a perder la cultura del trabajo. Estamos frente al desafío de un cambio cultural que exige dar vuelta los incentivos y volver a premiar al que se esfuerza y labura o intenta hacerlo. Me siento comprometido porque creo que atravesamos un proceso de transición que necesita liderazgos que sepan marcar ese rumbo otra vez y pongan blanco sobre negro. Nadie puede ser exitoso en un sistema que fracasó. Tenemos que romper con esa inercia, trascender y crear puentes hacia ese país que se construye con los valores del trabajo, el mérito y el esfuerzo.