Poca convicción democrática
MONTEVIDEO.- La imagen es clara. Un líder popular y querido por al menos medio país habla con grandilocuencia y atrapa a su audiencia. Lo quieren, pero él castiga a los que no lo quieren. Parece democrático, pero es autoritario y acalla a sus opositores. Las multitudes recorren las calles gritando su nombre y usan camisas del mismo color que las suyas. Es un histrión cuando habla. Por momentos llega a ser ridículo, absurdamente ridículo, pero sus seguidores lo festejan igual. Se dice socialista, pero recurre a todos los símbolos del nacionalismo más estridente y por momentos destila un perturbador antisemitismo.
Sí, se parece mucho a Hugo Chávez. Pero no es a él a quien describo, sino a Benito Mussolini.
Las cosas eran más fáciles en aquellos años 30 del siglo XX. Los que admiraban a Mussolini se decían a sí mismos "fascistas". Algunos de los que lo detestaban venían de la izquierda, aunque la mayoría eran liberales y tenían fuertes convicciones democráticas. Lo detestaban por lo que representaba y lo que significaba, por violar los derechos de las minorías, por una visión totalitaria que sumó a la del nazismo de Adolfo Hitler.
No había dudas y no había medias tintas. O se asumía la admiración al dictador italiano o se lo rechazaba visceralmente. Y nadie tenía que andar explicando sus posiciones. Las cosas eran demasiado claras.
Tanto Mussolini como Hitler tomaron mucho viento en la camiseta y para detenerlos hubo que llegar a una guerra brutal, sangrienta, cruel. Por suerte, ganaron los aliados. Para muchos ésa fue una de las pocas guerras en la historia de la humanidad donde era fácil saber dónde estaban los buenos y dónde los malos.
Con esos antecedentes, podría suponerse que hoy se están usando las mismas varas para medir determinadas situaciones políticas en la región. Sin embargo, no es así.
Los acontecimientos de Venezuela demuestran que mucha gente está dispuesta a entrar en los vericuetos argumentativos más insólitos para justificar una adhesión imposible con el heredero del trono de Chávez, Nicolás Maduro, y con un absurdo e inconducente régimen dictatorial, por más votado que haya sido. Los militantes de izquierda en los años 60 no hubieran dudado en calificar dicho régimen como el de una "dictadura gorila".
Hoy ya no se piensa así. Los argumentos para defenderlo son insostenibles, pero abundan. Muchos optan por el simplificado razonamiento de que hay muertos de los dos lados. Claro que los hay, sería imposible que no los hubiera en el contexto de la sostenida violencia desatada. Pero una cosa es la ira de estudiantes y ciudadanos que se sienten discriminados por el Estado venezolano y otra es la sangrienta represión ejercida desde el Estado mismo y con ayuda de grupos de choque alentados por el gobierno aunque no sean parte del Estado. Eso es lo que indigna de cualquier represión descontrolada, estemos o no de acuerdo con quienes protestan.
Pero además, y esto también es evidente en sí mismo, las protestas en las calles adquieren volumen y fuerza cuando un gobierno tapona toda otra forma de expresión y desoye los reclamos.
Eso es propio de las dictaduras. La única verdad es la suya, el único pueblo visible es el que la apoya, todo lo demás no existe. Hay que atenerse al relato oficial aunque sea mentira.
Es insólito que haya que explicar que una democracia es un Estado de Derecho, que quien obtiene la mayoría debe gobernar sometido a las leyes que rigen según la Constitución. Y una Constitución debe primero y antes que nada garantizar las libertades y derechos de los individuos que viven en ese país y para ello sus gobernantes deben ser vigilados y controlados. Por eso existen tres poderes y por eso deben ser independientes entre sí. Explicar esto parece tan obvio que es como volver a los cursos de educación cívica que se daban en el secundario. Sin embargo, mucha gente estira hasta el infinito sus endebles convicciones democráticas para justificar lo injustificable. Lo peor es que también los gobiernos lo hacen. Todo ello ha hecho que buena parte de la población venezolana, afectada por lo que está pasando, se sienta muy sola y aislada.
Tanto devenir justificativo no hace más que desnudar las pocas convicciones democráticas de una parte importante de quienes vivimos en la región. Se recuerdan con emotiva nostalgia las luchas para lograr el traspaso de las dictaduras militares a las nacientes democracias, pero luego se desprecia lo que una democracia significa en su esencia.
Por eso, aquellos años 30 del siglo pasado eran más claros. Nadie temía acusar de fascista a quien realmente lo era y nadie daba vueltas para justificarse como demócrata cuando en realidad defendía un régimen fascista. Los que en esa época estuvieron con Mussolini y Hitler fueron luego marcados por la historia. No hubo disculpa para ellos. Hoy, en cambio, quieren salirse con la suya aprovechando una confusión que no debería ser tal.
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