Pobrismo y capitalismo según el Papa
El paso del tiempo no ha disminuido, sino que, al contrario, ha agravado el escenario controversial del actual pontificado caracterizado por la sorda oposición al papa Francisco, a quien desde el integrismo se le atribuye haber provocado un vaciamiento doctrinal en la Iglesia Católica, y en un segundo sentido un tanto más atenuado, construir una resignificación de la moral cristiana que estaría dañando gravemente la estructura fundamental de la fe.
En un tercer nivel, pero muy extendida en ambientes liberales e ilustrados y en buena parte de la clase media alta y alta de la sociedad, aunque sin llegar a los extremos anteriores, la crítica al Papa deja de lado las cuestiones propiamente dogmáticas y se centra en la materia específica de la doctrina social católica.
Este cuestionamiento, recientemente actualizado por el libro reportaje de Miguel Ángel Pichetto y Carlos M. Reymundo Roberts Capitalismo o pobrismo (esa es la cuestión) –Sudamericana, CABA, 2021– consiste en haber entronizado la llamada cultura del pobrismo en el seno de la comunidad de los fieles, una ideología cuyo origen sus objetores radican en la teología de la liberación, de vibrante desarrollo en los años 60 y 70, así como en su deriva argentina llamada teología del pueblo. Se adjudica a estas corrientes representar una reinterpretación política de la fe.
Pero aun concediendo que la actitud del Papa no fuera política sino que respondiera a un legítimo deseo de justicia, estos fieles entienden que es la misión de la política y no la de la Iglesia construir una sociedad justa, y que por este camino Francisco estaría desvirtuando su propia naturaleza que es la comunicación de las verdades de salvación. Consecuentemente, ellos querrían escuchar de sus pastores un contenido más centrado en la naturaleza sobrenatural que es propia de la religión.
De otra parte, siendo que la revelación prescinde de un modelo político unívoco, estos cristianos sienten que se vulnera su derecho a la libertad de opciones en cuestiones temporales, en tanto la organización de la vida social sería un resorte que corresponde a la libre disposición de los fieles. Su actitud se fundamenta en que ven asomar en el actual pontificado las desviaciones de una corriente que pretendió convertir a la Iglesia Católica en una maquinaria al servicio de la revolución socialista, con una amarga secuencia de sangre, dolor y odio que todos querrían ver superada.
Este recuerdo y la representación de una reedición de ese trepidante pasado explican la actitud reactiva ante lo que consideran un vicio de clericalismo, consistente en una injerencia temporalista de la autoridad de la Iglesia en materias que en realidad no son de su competencia, sino de la esfera de la política.
Aquí radica un nudo del problema: ¿son los derechos humanos algo completamente ajeno a la fe religiosa? ¿O la fe tiene unas exigencias que necesariamente son inherentes en materia social, económica y política, cuya omisión la convertiría en un actor irrelevante de la existencia humana compatible con cualquier organización de la sociedad que fuera contraria a la dignidad de la persona? En todo caso, la pregunta del millón es ¿hasta dónde sería legítima esa exigencia?
No obstante lo dicho, hay que reconocer que estas críticas probablemente serían atenuadas si no se viera en ese supuesto clericalismo un cambio social de tufillo izquierdista como el que se suele adjudicar al actual pontífice, y se lo percibiera más identificado con una sensibilidad liberal y conservadora dirigida por ejemplo a batir el comunismo, como fue el caso del papa Wojtyla.
La verdad es que las censuras incluso radicales a costumbres e instituciones sociales no son algo nuevo en la historia de la Iglesia, y los santos padres de los primeros siglos proporcionan elocuentes muestras de ellas, que se reiteran a lo largo de dos milenios con ejemplos de anteriores pontífices como Pablo VI y Juan Pablo II, algunas de cuyas denuncias sociales no tienen nada que envidiar a las de Francisco.
Sin embargo hay que reconocer que este ha producido un cambio de enfoque al atribuir a esta materia una centralidad que supera aquello que parecía normal dentro del mensaje cristiano. Es esta desproporción interpretada como un error de perspectiva la que provoca tales oposiciones. No hay una mutación de contenidos, pero la doctrina social pasó del patio trasero al living de la casa.
Lo cierto es que un examen desprejuiciado de sus textos pastorales parece dificultar la tesis de que mediante ese énfasis en la proyección social de la fe el Papa transmita un cristianismo vaciado de contenido sobrenatural. Pero la discusión va a continuar porque la sangría de los fieles no se detiene.
Mientras tanto, Francisco parece querer superar tanto la visión que bastantes cristianos poseen de la doctrina social como una colección de principios abstractos de naturaleza teórica sin asiento en la realidad, como la de otros que la consideran un endeble e inviable programa político de corte populista.
Las admoniciones del Papa respecto del capitalismo tampoco lo descalifican en sí mismo, sino que apuntan a versiones que otorgan una primacía absoluta al lucro como supremo valor, desplazando al mismo ser humano, incluso al propio Dios. La postura de Francisco parece entonces descartar tanto la visión limitada del pobrismo como la reduccionista del capitalismo, negándose a quedar entrampado en falsas opciones al tiempo que reclama ser entendido sin relecturas ideológicas.
Su ideal no apunta a una cultura consumística, pero tampoco a una sacralidad de los pobres, sino que parece intentar inhibir una visión individualista del mensaje cristiano que desmerece la alteridad del amor como su vínculo esencial e insustituible. Seguramente por eso es que el papa jesuita reclama un regreso al radicalismo de las fuentes evangélicas tal como precisamente se puede advertir en el santo cuyo nombre quiso adoptar como un signo distintivo de su pontificado.
Director académico del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios y profesor de la Universidad Austral