Pirro tal vez muera en el Senado
El caso de la exjueza Ana María Figueroa plantea una inédita situación institucional
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Cuando el rey Pirro de Epiro (318-272 a.C.) invadió la ciudad de Argos en el Peloponeso, estaba seguro de conseguir una victoria fácil y continuar con sus sueños de conquistador megalómano. Sin embargo, los habitantes de esa ciudad se defendieron con uñas y dientes, con cualquier cosa que encontraban a mano. Los ambiciosos sueños de conquistador de Pirro quedaron truncos por un pedazo de teja, arrojado por una mujer desde un balcón en un acto desesperado. Luego de su muerte, su legendaria tenacidad para llevar adelante batallas, sin preocuparse por cuánto costarían, dio origen a la famosa frase “victoria pírrica”, es decir, una victoria en la que, paradójicamente, el que gana, pierde.
La aprobación del pliego de Ana María Figueroa, luego de dos empates consecutivos de 35 votos cada uno, es una victoria a lo Pirro. No solo para la facción que transitoriamente ostenta la primera minoría en el Senado, para quien ocupa la Vicepresidencia de la Nación, sino también para la propia Figueroa. Esa mayoría forzó un voto afirmativo a un acuerdo que no llega a nacer porque estaba muerto desde el 9 de agosto pasado, fecha en que Figueroa cumplió 75 años y no obtuvo el acuerdo del Senado que exige el art. 99, inc. 4 de la Constitución para poder mantenerse en el cargo. 36 senadores eligieron desconocer la resolución de la Corte Suprema, del 6 de septiembre, que tuvo por cumplido el plazo de caducidad previsto en ese artículo de la Constitución. Tan es así que la Corte constató que “la Dra. Figueroa ha perdido la investidura judicial el 9 de agosto pasado, día en que cumplió setenta y cinco (75) años de edad sin haber obtenido un nuevo nombramiento con el correspondiente acuerdo del Senado”. La Corte no echó a Figueroa, sino que tuvo por comprobado que el plazo de caducidad previsto expresamente en el texto constitucional había operado irremediablemente. Ésa es la razón por la que perdió su estatus de juez. Dado que el cargo que ocupaba quedó vacante el 9 de agosto, para poder cubrirlo válidamente debe realizarse ineludiblemente el correspondiente concurso público a través del Consejo de la Magistratura. Recién ahí es que el Consejo puede elevar después la terna vinculante al Presidente de la Nación para poder hacer válidamente el nombramiento de quien aspire a ser juez federal (arts. 99, inc. 4 y 114 de la Constitución). Ningún nombramiento que se haga sin seguir esos pasos, que son obligatorios e ineludibles, puede ser considerado válido desde el punto de vista constitucional.
Las reglas y procedimientos en un sistema constitucional como el nuestro no son meras sugerencias para los gobernantes. La Constitución Nacional es la norma más importante del país y es la que tiene mayor jerarquía en nuestro derecho vigente. Desconocerla no es gratis. La Constitución es la ley que gobierna a aquellos que nos gobiernan. Y así como nosotros no podemos desobedecer las normas que ellos sancionan, sin obtener su declaración de inconstitucionalidad ante un juez, nuestros gobernantes no pueden desconocer lo que dice la Constitución cuando no les gusta o cuando obstaculiza sus objetivos y ambiciones personales o políticas. Si lo que dice el texto constitucional no es de su agrado, tienen que impulsar su reforma a través de los mecanismos correspondientes. Se trata de una verdad elemental en cualquier comunidad política que aspire a ser un verdadero Estado de Derecho. Una verdad que 36 senadores y quien ejerce el cargo de Vicepresidente de la Nación eligieron ignorar.
El problema es que la Corte Suprema ya constató el estatus jurídico de la situación en la que estaba Figueroa antes de esta vergonzosa sesión del Senado: dejó de ser jueza el 9 de agosto. ¿La Corte Suprema se va a echar atrás? ¿Sus integrantes van a convalidar que Figueroa usurpe ahora un cargo que debió haberse cubierto a través de un concurso público previo en el Consejo de la Magistratura? ¿El Consejo de la Magistratura va a dejar de llamar a concurso público para cubrir esa vacante? ¿El administrador del poder judicial, Claudio Cholakian, va a pagarle el sueldo a una persona cuyo nuevo nombramiento es claramente irregular? ¿Los ex colegas de Figueroa en la Cámara Federal de Casación Penal van a tomarle juramento y convalidar un verdadero acto de levantamiento contra la resolución de la Corte Suprema? ¿Van a consentir el escándalo de tener que compartir acuerdos con una persona que pretende usurpar un cargo? ¿Qué van hacer los defensores oficiales y los integrantes del ministerio público fiscal? ¿Van a consentir la validez de cualquier decisión, por insignificante que sea, que Figueroa pretenda tomar? ¿Los colegios de abogados se van a quedar de brazos cruzados y aceptar semejante usurpación? ¿O van a reaccionar contra este atentado, contra este verdadero escándalo constitucional, considerándolo como lo que es: una afrenta descarada y un insulto a la profesión que tienen que defender?
Se podrían hacer muchas más preguntas similares y todas van a desembocar en la misma conclusión: Ana María Figueroa no va a poder ocupar el cargo que tenía y hacer lo que hacía normalmente antes del 9 de agosto. Por eso, el acuerdo que dieron esos 36 senadores va a ser simplemente testimonial, aunque seguramente será recordado como una mancha indeleble no en las instituciones, sino en aquellos que pretenden destruirlas sin darse cuenta de que, en ese impulso destructor, ellos mismos van a terminar siendo aplastados jurídicamente por sus acciones.
Este tipo de maniobras burdas, casi infantiles e impropias de un país serio, solo acrecientan la sensación de desprecio que los ciudadanos comunes tienen hacia sus dirigentes. La razón es obvia: no solo se perdió cualquier noción básica de ejemplaridad, sino también de la más elemental vergüenza cívica y política. No es casual que las últimas dos encuestas de cultura constitucional impulsadas, entre otros, por Antonio María Hernández, Eduardo Fidanza, Manuel Mora y Araujo y Daniel Zovatto, en 2004 y 2014, arrojaran un resultado explosivo: más del 80% de los encuestados opina que la Argentina es un país que vive la mayor parte del tiempo al margen de la ley y de la Constitución. Tampoco que la respuesta a la pregunta acerca “¿Quiénes violan más las leyes?”, haya puesto a los políticos en un vergonzoso primer lugar. La tercera encuesta, que se está haciendo en este momento y que se publicará en 2024, repetirá, seguramente, ese durísimo diagnóstico. El remedio llegará el día en que toda la ciudadanía diga basta y tome conciencia de que la única forma de convivencia pacífica y de progreso a futuro es vivir en un país en que imperen la Constitución y las leyes, y no las personas que se consideran por encima de ellas, como si fueran reyes.
El autor es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral