Pirómanos que festejan en un bosque seco
Las urgencias políticas y económicas se entrecruzan en una Argentina trágica; las incógnitas de la “segunda etapa” del gobierno de Alberto Fernández después de la derrota que intentan disfrazar de triunfo
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“El bosque está seco”, advirtió fría pero dramáticamente el economista. Y el politólogo lo miró con sorpresa: hacía rato que Alejandro Catterberg venía utilizando esa misma analogía para explicar el gran peligro que se cierne sobre los argentinos. De pronto, frente a un auditorio calificado, Hernán Lacunza recurría en su exposición a la misma metáfora, y entonces el director de Poliarquía, que formaba parte de ese panel, creyó que su figura se había popularizado en el “círculo rojo”. Apenas unos segundos más tarde, sin embargo, se dio cuenta de que el exministro hablaba de otro bosque. Catterberg, basado en sus continuas encuestas cualitativas, se refería siempre a la situación social: allí abajo el bosque estaba seco y presto a que cualquier chispa provocara un incendio de proporciones. Lacunza, en cambio, aludía a la situación económica y financiera: allí el kirchnerismo hacía fogatas irresponsables para conformar a los lugareños sin tener en cuenta que la sequía y el viento podían crear una dinámica impensada y, como dicen los cronistas policiales, desatar un pavoroso incendio forestal. Hay un viejo axioma de los historiadores en la materia: las crisis suelen tardar en llegar más de lo que piensan los economistas, pero cuando finalmente llegan, se desencadenan mucho más rápido. El problema es más o menos así: para que el bosque económico no se prenda fuego habría que operar una serie de restricciones en el gasto público que encenderían a su vez enormes llamaradas en el bosque social. Porque los dos bosques son vecinos y nunca estancos, y ambos se encuentran al filo de una tragedia. ¿Resistirían los ciudadanos pauperizados y al borde de la desesperación un aumento de tarifas? Hay otros rubros de las reformas necesarias, pero solo pensar en este -tan paradigmático y sufriente- muestra hasta qué punto la salida del laberinto es difícil, y por qué la tarea por delante para esta “segunda etapa” del destartalado cuarto gobierno kirchnerista, se presenta como un desafío altamente complejo. Si no se atiende la sequía del bosque macroeconómico -si no se hace algún tipo de cirugía- la catástrofe es inminente y segura: si optan por procrastinar las acciones de fondo se corre el riesgo de un default y de un accidente irremediable. Y si no se riega con aviones hidrantes -cargados de agua y no de nafta- el bosque social, cualquier acontecimiento y de cualquier índole puede desatar un pandemonium: diciembre espera a la Argentina con sus fauces abiertas.
Proyectar este escenario tan grave y este intríngulis tan delicado -sin reservas monetarias y con un 40% de pobreza- sobre los hilarantes “festejos de velorio” registrados durante la noche del domingo en el búnker de Chacarita permitirá comprender mucho mejor la luctuosa frivolidad que asiste a los referentes de este conglomerado oficialista. Que acababa de recibir, por otra parte, una de las mayores palizas electorales de la historia del peronismo, y que impedidos de celebrar un gol estaban celebrando un córner. El Plan Platita, otro pagadiós de consecuencias ígneas, y el Plan Remise, que instrumentaron algunos barones del conurbano, buscando casa por casa a los renuentes, ofreciéndoles distinta clase de “regalos” o directamente conminándolos a “pagar” lo que le debían al aparato paraestatal del PJ bonaerense, les permitieron conseguir dos puntos agónicos en la Provincia. Si veinticuatro horas antes de las primarias les hubieran dicho a los republicanos que perderían allí por apenas cuatro puntos, habrían descorchado champagne; engolosinados por un triunfalismo pueril, anoche se prestaron a las muecas de la decepción y la amargura porque el peronismo acortó las distancias. Grandísimo favor a los farsantes del relato. Los comicios de medio término eran un plebiscito acerca de la eficacia del mecano de poder que armó Cristina Kirchner: un juguete que permitió ganar una elección pero que al mismo tiempo consagró un antigobierno. El resultado nacional fue contundente: el mecano no funciona y los responsables deben cambiar o atenerse a las consecuencias. La respuesta grabada en Olivos por el Presidente de la Nación tuvo por único objetivo tratar de que su ama no escriba mañana otra carta-bomba. Le teme menos a un crac financiero y a un estallido social que al carácter explosivo de la arquitecta egipcia. Y, por lo tanto, intentó incluirla en una manifestación que la CGT había previamente organizado para defenderlo a él de ella. Todos, en el escenario, aplaudieron la insólita convocatoria, salvo Máximo Kirchner. Pero el lunes, con una mejor digestión de la cosa, la doctora decidió plegarse para no quedar afuera de la estampita. Señal importante de que la sangre podría esta vez no llegar al río. El nocturno discurso de Alberto Fernández propone caminar sobre el agua: un plan plurianual que incluya un acuerdo con el FMI, pero sin ninguna clase de ajuste, madame, puede usted quedarse tranquila y dormir sobre su capital simbólico.
Descontemos, por supuesto, que los ciudadanos de a pie -incluido el ahora un tanto menguado “pueblo peronista”- seguirán ajustándose de hecho a fuerza de impuestos y con una inflación que les deteriora día a día sus ingresos y que va creciendo a una velocidad terrorífica. También propone el señor Fernández un diálogo y un eventual pacto con la oposición, a la que culpabilizó al menos cinco veces de todos los males, y a quienes no tuvo la dignidad de felicitar por su victoria. Negar la derrota, no formular una autocrítica, ratificar el rumbo y no tener ni siquiera un gesto hacia sus adversarios se parece mucho a no entregar los atributos presidenciales: marcas de fábrica de un populismo autoritario y soberbio. También de una administración enclenque, deseosa de sobreactuar fortaleza para esconder fragilidad.
Descifrar a la Pasionaria del Calafate, rodeada siempre de tanto secretismo, es oficio de augures. Resulta evidente que con las elecciones de septiembre y de noviembre su liderazgo quedó dañado, pero a casi ningún otro caudillo justicialista de primera fila le sobra nada. Su intervención en el acto de cierre de la campaña podría escenificar una posible estrategia: estoy pero no hablo. Su mutismo en la noche dominguera, ¿es parte de la jugada, o apenas un repliegue doliente por haber perdido el quorum en el Senado y los porotos en Santa Cruz, sus dos lugares en el mundo? Las novedades que introducirán en el Congreso de la Nación estos resultados alejan su pulsión autocrática, le colocan un dique institucional a cualquier deriva bolivariana y ponen en riesgo su inmunidad. No se trata de un hito menor: para el populismo salvaje, cuando se acaba la hegemonía, comienza la coacción. Pero aquí no se puede coaccionar con armas ni con plata, y ahora tampoco con leyes radicalizadas y antojadizas. Cristina Kirchner desea un país que reproduzca los milagros de La Matanza, donde “cuanto peor mejor”, donde nada ni nadie puede nunca desbancar a una oligarquía que maneja la caja, y donde domina sobre la pobreza y la dependencia un partido único y eterno. Alguna vez estuvo cerca de lograrlo, y de hecho es espeluznante que sus muchachos sigan deseando ese sistema cerrado y feudal, pero las evidencias muestran que la elección de ayer los alejó mucho más de esa orilla. Decir que comienza una nueva era o sacar conclusiones definitivas sobre la decadencia del kirchnerismo parece un poco apresurado. Aseverar que la coalición opositora consolidó una base del 40%, que viene obteniendo muchos triunfos consecutivos y que eso constituye una verdadera hazaña política, es pura justicia. Virtud de la dirigencia, pero principalmente de una ciudadanía alerta, ese “republicanismo popular” que puja en las calles y en las redes sociales por un país normal y contra una anomalía fracasada. Sin embargo, en el dichoso “día después” la atención no se centra en la vereda opositora -como insisten algunos analistas perezosos- sino en la decisión crucial que tomarán en la Casa Rosada y en el Instituto Patria sus inefables guardaparques con el temible bosque seco. Entre el coraje de ser por fin bomberos o la cobardía de seguir siendo necios pirómanos de la Argentina.
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