Piquetes: de la protesta social espontánea a la acción extorsiva
Esta semana, el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, puso el tema en el centro del debate político: hasta cuándo se pueden permitir los piquetes o cortes de calles. Explícitamente pidió al Gobierno nacional que deje sin programas sociales a quienes se suman a este tipo de protestas. “Lo que pasó fue una extorsión, me da muchísima bronca, usan a la gente. ¿A alguien se le ocurre que la gente viene en forma espontánea? Los traen extorsionados de que, si no vienen, les sacan el plan”, dijo el alcalde porteño, que cuestionó que las organizaciones “manejen” cómo se entregan estas ayudas sociales. Su postura tuvo eco incluso en el oficialismo, que no acompañó la quita de esos planes como forma de “multar” esas prácticas, pero sí en coincidir con que ese tipo de protestas ya no tiene lugar de ser.
Los “piquetes” se produjeron en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia, pero se impusieron como modalidad de protesta a partir de los años 90 en localidades pequeñas del interior del país, primero en Neuquén en Cutral-Co y después en Salta, en Mosconi, el desmantelamiento del empleo público trajo consigo protestas de obreros de lugares donde ya conocían el sentido de pertenencia con una empresa, en este caso YPF y Gas del Estado, que representaban más que un lugar de trabajo, porque oficiaban también como organizadores familiares de lugares aislados y con mucha pobreza alrededor. Con el correr del tiempo el piquete se puso de moda, llegó a Buenos Aires y fue protagonista central de la crisis del 2001/2002, donde los sectores más desprotegidos ya no pedían la devolución del trabajo, como años atrás sucedía en localidades del interior, sino algún tipo de asistencia social que esta ese momento era casi nula.
Los tiempos cambiaron, trabajo genuino se creó poco, salvo en el sector estatal, y hoy cerca de 22 millones de argentinos reciben algún tipo de asistencia estatal. Los piquetes espontáneos por reclamos genuinos se convirtieron en mecanismos de extorsión política, nacieron las Organizaciones Sociales, que dejaron de lado la épica militante y pasaron a obrar como un sector sindicalizado con sus respectivas internas que, como suele suceder, se dirimen en las calles con protestas que perjudican a los trabajadores, no solucionan los pedidos esgrimidos y solo acomodan los tantos entre los dirigentes que ganan o ceden poder de representación.
El gobierno nacional mide con varas distintas las sanciones, actúa con mano rigurosa quitando planes a quienes apedrearon las ventanas del despacho de la vicepresidenta Cristina Kirchner, pero expone como insensible a Rodríguez Larreta por sugerir este tipo de sanciones a quienes, por ejemplo, cortan con acampes prolongados la Avenida 9 de Julio, interrumpiendo el tránsito y la llegada al trabajo a gente que con sus impuestos permite que el estado tenga la posibilidad de financiar la millonaria ayuda social.
Pero el debate debe pasar por otro lado, a esta altura de las circunstancias la pregunta válida debería ser si el “piquete” es una acción de protesta efectiva. Para ser honestos: ¿Cuántos conflictos o reclamos se solucionaron después de un piquete en los últimos años? Es evidente que cortar calles para visibilizar un problema no mueve la aguja de la preocupación a nadie, ni a los funcionarios públicos ni a las empresas privadas reclamadas.
Pero también, hay que comenzar a llamar las cosas por su nombre, una acción patotera como las que llevan adelante los camioneros de Moyano impidiendo la salida de mercadería de una fábrica, es un delito, no es un piquete con reclamo social. Y si desde el Presidente hasta Máximo Kirchner reciben con abrazos a Pablo Moyano, solo podemos leer que el poder de turno avala esas transgresiones a la ley. Un corte de calle de vecinos porque llevan horas o días sin luz, no permitiendo que otros vecinos puedan llegar a sus hogares, donde posiblemente tampoco tengan servicito eléctrico, después de trabajar todo el día, no es un piquete que soluciona un reclamo, es una batalla de vecinos contra vecinos que nada pueden hacer uno por otro por solucionar un drama que tiene responsables que no son afectados por esos cortes. Algo parecido pasa con las protestas rurales cuando estas terminan cortando rutas.
Vivimos en estado asambleario, donde todo se dirime con prepotencia, están los sectores más desprotegidos que son víctimas del “capanga” de turno que decide sobre su ayuda social que paga el estado, que los pone y saca de las calles de acuerdo a su conveniencia, están los que usan los piquetes como mecanismos de extorsión y los que imitan ese método de protesta, que sufren cuando les toca padecerlos porque ven que el estado y la política no defienden ni solucionan sus problemas cotidianos. Porque la democracia es lo mejor que tenemos, pero en muchos aspectos, solo nos sirve para votar y elegir, pero no mejora nuestra calidad de vida. Entonces, paradójicamente, se elige abusar de un mecanismo de protesta como el “piquete” que es un método naturalmente antidemocrático.
Con más 22 millones de personas que reciben algún tipo de resarcimiento del estado, lo que debería debatirse es cómo se pone en marcha la productividad, la actividad económica que permita financiar esos subsidios y generar trabajo genuino en el sector privado para que prontamente dejen de ser esa “ayuda” eterna que hasta ahora solo sirvió como red de contención social y no como un dispositivo de movilidad social. Nada más lejos que eso.
Y poner sobre la mesa reglas de juego claras. El “piquete”, en esta democracia actual, dejó de ser aquel señalador de conflictos sociales latentes y no visibilizados que supo cumplir un rol alertador en plena crisis de los 2000, y pasó a ser un juego perverso que no busca soluciones colectivas sino solo empoderamientos individuales o políticos.
Todo en perjuicio del ciudadano de a pie.