Las simplificaciones en las que incurren estos regímenes los llevan a radicalizarse, dice el historiador francés; en su nuevo libro, analiza este fenómeno y sugiere la respuesta que deberían dar las democracias
PARÍS.- "Si hoy el populismo triunfa es porque las democracias tradicionales son imperfectas. Porque las sociedades están atravesadas por profundas diferencias, desigualdades y fracturas a las cuales nuestros sistemas liberales no son capaces de responder. El populismo es el síntoma de todas esas disfunciones", afirma el historiador y sociólogo francés Pierre Rosanvallon.
En su último libro El siglo del populismo. Historia, teoría y crítica (Manantial), recién publicado en la Argentina, el célebre profesor del Collège de France, continúa su trabajo iniciado en la primera década de este siglo sobre las mutaciones de la democracia contemporánea. Disecando cual entomólogo tanto la anatomía del populismo como ciertos aspectos de su historia, Rosanvallon demuestra que es necesario tomar en serio esa expresión "simplificada" de la democracia. No para estigmatizarla, sino para comprenderla y proponer alternativas a ella.
Anticipo. Fragmentos de El siglo del populismo (Manantial), de Pierre Rosanvallon
Partidario del debate, Rosanvallon piensa que es inútil embanderarse en el desprecio del populismo. Advierte que la democracia no es una sola, intangible, eterna e inmutable, y que el desencanto actual de los pueblos reside en la incapacidad de inventar una "democracia permanente" que permita una interacción entre los poderes y los ciudadanos, en la que estos puedan tomar iniciativas y sentirse escuchados.
Autor de La sociedad de iguales y El buen gobierno, entre otros libros, Rosanvallon dice que, si los populismos de izquierda y de derecha seducen cada vez más, el problema debe residir en esas fallas de la democracia tradicional. Para ratificarlo, decidió hacer lo que casi nadie había hecho antes: estudiar, analizar y teorizar el populismo. Esa etiqueta que, desde hace algunos años, analistas y observadores colocan sobre líderes y proyectos políticos a veces muy diferentes es, para este intelectual francés, una "ideología creciente" en la que es necesario diferenciar sus síntomas de sus propuestas.
La política está hecha de emociones y pasiones, recuerda Rosanvallon, y señala que, mucho más que otros movimientos, el populismo ha usado las disfunciones de la democracia en su favor, alentando el "que se vayan todos", el rechazo y la reacción.
"Pero aquellos que se conforman con señalar ese aspecto peyorativo y pasional del populismo son incapaces de aportar respuestas para rebatirlo. Oponerse al populismo no es solo denunciarlo, es también plantear una alternativa política, una visión de la sociedad más atractiva que la que proponen los populistas", dijo a La Nación durante una entrevista en París.
"Porque, más allá de esos aspectos pasionales, el populismo expresa también una visión de la política, la economía y la sociedad. No se trata simplemente de una reacción pasajera que se manifiesta en las urnas o de un modo de hacer política, sino que es un fenómeno que corresponde, en el mundo contemporáneo, a una suerte de nueva filosofía de la política y de la sociedad", explica.
¿Se puede decir que todos los populismos son lo mismo?
Es obvio que no se puede hablar en singular del populismo, porque todas las realidades son diferentes. ¿Cómo comparar el populismo de la Hungría de Viktor Orbán, que está en la Unión Europea y es un país muy próspero, con el de Jair Bolsonaro en un Brasil en plena crisis económica, o con el de una nación muy pobre, como la Filipinas de Rodrigo Duterte? Sin embargo, detrás de esas diferencias hay cierto número de constantes que es preciso descubrir, y esa es la tarea de las ciencias sociales.
Ernesto Laclau dijo que "el populismo no es una ideología, sino una visión de la sociedad donde están los de arriba y los de abajo". ¿Acaso se puede decir que se trata de una visión transversal de la sociedad que no hace distinción entre la izquierda y la derecha?
Laclau fue uno de los primeros intelectuales que intentó teorizar el populismo sintiéndose, además, muy cercano a él. Recordemos que en la Argentina estuvo muy cerca de Cristina Kirchner.
Para usted, sin embargo, no fue lo suficientemente lejos en sus análisis.
No, porque habló del populismo como una visión de la sociedad a partir de las relaciones entre pequeños grupos que forman las elites, las nuevas oligarquías, la aristocracia, sea cual sea el vocabulario que se emplee y, del otro lado, un sujeto gigantesco, el pueblo. Se puede decir, en efecto, que en la visión populista existe esa afirmación fundamental de una sociedad cortada en dos y de un pueblo unido. Esa es una gran constante en todos los populismos. Una constante sociológica, pero que también adquiere una dimensión moral. Porque el populismo no se conforma con afirmar que expresa al pueblo, sino que expresa al "verdadero" pueblo. Y que aquellos que se oponen no son el verdadero pueblo, son aliados de las oligarquías, las castas y las elites. Eso quiere decir que frente al "verdadero" pueblo habría un "falso" pueblo. Un pueblo mutilado, que no expresa la realidad social. Por eso en estos regímenes hay una suerte de "demonización" del adversario político. Y ese adversario incluso se transforma en enemigo, solo porque encarna otro proyecto u otra perspectiva.
A pesar de la negación antidemocrática de la diversidad, usted afirma que el populismo no es originalmente un totalitarismo, sino que forma parte de la democracia. Es otra forma de democracia.
Por una razón simple. La democracia es un tipo de sociedad y de régimen político que se define por el principio de representación social, de soberanía del pueblo, de formación de una comunidad política. Todas esas son cuestiones que forman el corazón del ideal democrático. Pero ese ideal define un conjunto de cuestiones tanto como un conjunto de respuestas, asunto que traté en mis libros. Decimos que el pueblo es soberano, pero ¿quién es el pueblo? ¿Cómo representarlo? La historia de la democracia intentó dar respuestas a esa pregunta fundamental. ¿Quién es el pueblo? ¿Qué es ser soberano? ¿Cómo ha de ser representado? ¿Cómo dar lugar a la voluntad popular en política? Esas cuestiones han sido exploradas desde las revoluciones fundadoras de Estados Unidos y Francia e incluso desde las revoluciones de emancipación nacional en América Latina.
¿Y sobre esas cuestiones el populismo tiene respuestas específicas?
La primera es decir que el pueblo no es un sujeto que deber ser construido sino que ya existe, ya está unificado, solo basta reconocerlo. Pero toda la historia de la democracia muestra, por el contrario, que el pueblo es "inexistente", es un sujeto político que debe ser construido. Se construye mediante la definición de las reglas jurídicas, en la búsqueda de principios de identidad, en la definición de proyectos comunes. En consecuencia, allí donde la historia de la democracia está consagrada a una búsqueda, a una interrogación, el populismo da una respuesta definitiva: sabemos lo que es el pueblo, es preexistente y unificado, también sus intereses son una sola cosa. Es una afirmación muy discutible, porque vivimos en sociedades donde existe el conflicto sobre el principio de justicia, sobre la buena igualdad, sobre lo que define la identidad.
En consecuencia, el populismo sacrificó en cierta forma la democracia, al simplificar la cuestión del pueblo.
Así es. Pero también simplifica la cuestión de la soberanía del pueblo. Afirmando que esa soberanía reside, simplemente, en las elecciones. Sin embargo, hoy vemos que muchos reclamos en nuestras sociedades demuestran que las elecciones son el árbitro y el corazón de la democracia, pero que eso no basta.
¿Por qué?
Porque las elecciones son intermitente, cuando el ciudadano pretende intervenir en forma permanente, tener cierta función de monitoreo, de control, ser parte del debate público. En toda democracia existe hoy la búsqueda de una ampliación de sus formas más allá de las elecciones, a través de la deliberación, por ejemplo. En Francia tenemos un ejemplo reciente, con la convención ciudadana sobre la ecología. Pero también a través del desarrollo de instituciones independientes, del reconocimiento de que la voluntad general no se expresa solo mediante el voto, sino a través del derecho.
¿El populismo simplificaría el campo de la democracia?
Hay una forma de simplificación cuando afirma que las elecciones son lo único que cuenta. Esto implica una crítica absoluta de todas las autoridades independientes y los cuerpos intermedios, de los tribunales constitucionales y de la independencia de la Justicia. Y es una característica común a todos los populismos. Obviamente, Donald Trump no es Viktor Orbán. Y Orbán no es lo que fue Hugo Chávez. Pero, al mismo tiempo, esa voluntad de democracia "inmediata", sin cuerpos intermedios, donde solo existe un "cara-a-cara" entre el poder y el pueblo, es una particularidad, una interpretación populista de la democracia.
¿Esa simplificación sería, a su juicio, la razón de la atracción que ejerce el populismo sobre la gente? ¿Cómo explicar que la gente siga siendo fiel a esos regímenes durante décadas, a veces aun a pesar de resultados catastróficos para la sociedad?
La gente se siente atraída porque, en la mayoría de los casos, los partidos populistas son los partidos de la crítica. Si Trump ganó las elecciones fue porque apareció como el cambio posible de la política norteamericana. Pero, sobre todo, la atracción del populismo reside justamente en dar respuestas simplificadoras a la democracia. Si decimos "la democracia es el referéndum", instrumento dilecto de los populistas, es simple de entender para todo el mundo. Pero, cuando debemos explicar que la expresión de la voluntad general pasa también por la Justicia y por las autoridades independientes, todo se vuelve mucho más complejo.
Usted habla también de otro argumento clave de los populismos: la recuperación de la soberanía popular.
Para los populistas, los pueblos pierden esa soberanía bajo los regímenes liberales, que estarían a las órdenes de los mercados. El argumento que utilizan es "recuperaremos la capacidad de actuar políticamente a través del proteccionismo". Se puede decir que existe una economía política característica del populismo, el nacional-proteccionismo.
Decir "vamos a retomar el control" es simplificador, pero atractivo.
El lema del Brexit fue "We want to take back control" (Queremos recuperar el control). Si Boris Johnson ganó la apuesta del Brexit fue también a causa de ese slogan simplificador. Sin embargo, yo creo que no hay que quedarse en la demonización del populismo. Hay que discutir punto por punto los principios. Sí, la democracia es el pueblo, pero ¿quién es el pueblo? El pueblo es un sujeto que debe ser construido. También es necesario definir la voluntad popular, que no es simplemente la expresión de las elecciones.
¿Y cuál es la respuesta populista a aquellos ciudadanos que no se sienten representados?
La respuesta es la encarnación. El líder es encarnación de la sociedad. Uno de los primeros que expresó esa idea-fuerza en la historia occidental fue Napoleón III, cuando decía "soy un hombre-pueblo". Perón decía lo mismo. El ejemplo más acabado fue Evita Perón. Esa pretensión tan fuerte se encuentra siempre en un lider carismático que se define como el resumen del pueblo y critica en forma permanente las elites. Es lo que hace, paradójicamente, Trump: un multimillonario que no cesa de estigmatizar a Washington y criticar las elites. Por eso mucha gente modesta en Estados Unidos podía considerar que estaba representada por Trump.
¿Todos los populismos son iliberales?
Yo creo que esa crítica es un poco limitada. Pero sí, lo son. Porque están en contra de los cuerpos intermedios. Porque piensan que hay una sola forma de representación. Pero yo creo que es en el terreno de la democracia que hay que analizar y criticar los populismos. Porque decir que son iliberales no sirve. En Europa, Viktor Orbán dice justamente: "Yo no soy liberal porque la democracia liberal fracasó". Lo mismo dice Putin: "La democracia liberal fracasó, entonces es necesario definir otro tipo de democracia".
Para usted, ese tipo de democracias populistas llevan en su seno varias amenazas.
La historia de esos regímenes nos muestra que, poco a poco, pueden convertirse en "democraduras". Es decir, una dictadura de los elegidos. Y eso pasa con mucha frecuencia gracias a un artilugio ultra simple: la modificación de la Constitución para poder renovar los mandatos presidenciales ad infinitum. Y después, también es posible pasar de la democradura a la simple dictadura.
En otras palabras, si bien el populismo no es una dictadura, puede convertirse en una.
El cuerpo conceptual del populismo define un cierto tipo de democracia que es muy difícil de mantener con vida, pues es un sistema muy simplificador. De modo que hay una especie de dinámica negativa que lo lleva a verse tentado a radicalizarse para perdurar. Por eso es importante analizar la dinámica de un régimen populista. Hay una definición de la democracia que dice que el voto no basta. Que el ciudadano es aquel que delibera, que es reconocido, que toma la palabra, que es tenido en cuenta. Ser representado quiere decir literalmente que las realidades que se viven están presentes en el debate público. Ser representado no significa simplemente tener un delegado, tener un vocero, un representante electo que hablará por nosotros en el Parlamento. Lo que uno vive debe ser tomado en cuenta como una parte de la realidad. Eso lo que yo llamo "la dimensión narrativa" de la representación. La representación es relatar la sociedad y no simplemente tener un delegado.
Hace décadas que usted defiende esa forma de democracia, ¿tiene la impresión de ser escuchado?
En todo caso, veo que cada vez hay más gente que se da cuenta de que esa es la única alternativa. Con toda seguridad, será cada vez más frecuente la opción entre una democracia simplificadora populista de un lado, que podría evolucionar hacia el autoritarismo y, del otro, la necesidad de inventar una democracia aumentada, desarrollada, multiplicada.
Entonces, conformarse con la democracia actual también presupone peligros.
Por eso señalo un peligro criticable cuando uno se conforma con señalar el 'iliberalismo' del populismo. Es fácil ceder a la tentación de decir que la democracia liberal es suficiente. El problema es que una parte de esa democracia tradicional puede caer en la tentación de contentarse con dar la palabra periódicamente a los electores y terminar instalando una oligarquía electiva.
En otras palabras, las democracias liberales no son un modelo definitivo.
Ni totalmente positivo, sino que ellas mismas piden ser superadas. En vez de pensar que una elección resolverá todo, es necesario crear procedimientos de "democracia permanente", es decir, una interacción entre los poderes y los ciudadanos, mecanismos donde esos ciudadanos pueden tomar iniciativas y consultarse mutuamente. Al mismo tiempo, no basta con criticar el populismo en nombre de las democracias existentes. Hay que hacerlo en nombre de una democracia más exigente que la que los populistas pretenden proponer.
Pero ¿cómo hacer para cambiar el sistema en la Rusia de Putin, la Venezuela de Maduro o la Hungría de Orbán? ¿La responsabilidad recae en realidad en las instituciones intermedias de la sociedad?
Y en la capacidad de las sociedades de actuar. Porque lo que también caracteriza esos regímenes populistas es que la libertad de la prensa se ve prácticamente siempre reducida. Napoleón III ya lo decía: "Los diarios son solo la expresión del interés privado, mientras que yo soy el único interés público legítimo porque fui elegido por millones de franceses, mientras que nadie eligió a los periodistas".
Parece que desde entonces nada cambió.
La respuesta para aumentar la calidad de la democracia supone una sociedad civil activa, una prensa dinámica y, sobre todo, instituciones sólidas. Por el contrario, lo que caracteriza al populismo en todas partes es la domesticación de todos estos factores.