Pierre Michon, pintor de vidas ajenas
Los malditos y raros son uno de los lugares comunes más arbitrarios e ilusorios de la literatura desde que Paul Verlaine utilizó el primer adjetivo para un libro de retratos (Los poetas malditos) y desde que en nuestro idioma Rubén Darío propusiera otras semblanzas (Los raros) que inventaban una segunda singularidad, más amable, elevada ya a categoría de sustantivo.
Cuando se le pregunta al francés Pierre Michon (Cards, 1945) en su paso por Buenos Aires –donde dio una charla magistral en la Maestría en Escritura Creativa de la Untref– por qué en su país insisten en catalogarlo como un "escritor raro", se sonríe sin demasiada ironía. "Significa, me imagino, que en comparación con otros mis libros tienen pocos lectores , y es comprensible que sea así, ¿no?", comenta como si se disculpara mientras empieza a mover las manos como delante de un lienzo. "Me gusta jugar con muchos detalles, ir y venir con las palabras".
Los libros de Michon tal vez tengan como único pecado de extrañeza el de ser simplemente artísticos. Sus narraciones no buscan lectores, más bien los inventan, y van armando su propia tribu de seguidores con lentitud, sin estridencias. Otros datos lo vuelven, si no raro, parcialmente periférico: su fidelidad a las editoriales pequeñas y, también, su omisión de París, centro cultural ineludible al que hasta donde puede evita.
Está por lo demás lejos de ser maldito, aunque uno de sus libros más conocidos, Rimbaud el hijo (1991), se encargue de orbitar al poeta de Una temporada en el infierno, uno de los que Verlaine incluyó en sus esbozos. Su devoción por ese genio precoz que se inventó sin darse cuenta una vida tan real que parece de novela no solo proviene de sus fulguraciones poéticas, sino sobre todo de sus orígenes provincianos, casi campesinos, tan cercanos a los del propio Michon.
Vidas minúsculas, el primer volumen del escritor francés, se publicó en 1984, cuando orillaba los cuarenta años. El detalle le sumó la caracterización de tardío, aunque viniera llenando cuadernos desde mucho antes. Como él mismo cuenta, lo que más le costó fue encontrar quién era.
Vidas minúsculas sigue estando, todavía hoy, a contracorriente de las modernidades de rigor, aunque sin negarse a sus artificios más sutiles. La suma de sus relatos propone una genealogía familiar –una suerte de autobiografía vicaria– en la que seres comunes, anónimos para la historia con mayúsculas, son retratados en sus virtudes y miserias. El paisaje es el Limousin, el terruño natal del escritor. Los personajes son de origen campesino, aunque Michon no cede a ninguna obviedad regionalista: importaba más el lirismo, la desconfianza ante ciertas afirmaciones, la falta de certezas. Podía remontarse a los confines del siglo XIX (porque en esas regiones profundas las raíces difuminan sus fechas) y también abordar finalmente el trauma personal, la relación difícil con un padre ausente. Michon empezó con una obra maestra, de la que, sin renegar de ella, todavía busca huir.
El Limousin, la antigua región donde nació y creció el escritor, se encuentra en el macizo central de Francia. "Era un lugar pobre, relegado, intelectualmente nulo, que me causaba vergüenza –cuenta mientras sostiene en la boca un cigarrito que no va a encender hasta mucho más tarde, cuando el diálogo esté a punto de finalizar–. Solo cuando pude superar esa sensación de humillación me decidí a escribir Vidas minúsculas. Fue mi manera de redimirme por haber pensado tantas cosas inconfesables de esa gente a la que traté de chico".
Hay en Michon algo de su admiradísimo William Faulkner ("Mi admiración es absoluta, pero somos muy distintos: Faulkner era más dostoievskiano, aunque es verdad que también tenía complejos por venir del campo") y mucho de Balzac, algunas de cuyos fraseos y expresiones todavía se pueden escuchar, dice, en la campiña, como si los lugareños fueran parte de la Comedia humana sin saberlo.
A los veinte años, Michon huyó a París con la idea de convertirse en escritor. Se quedó poco tiempo ("Lo pasé mal, no conocía absolutamente a nadie. Mi zona preferida eran las cercanías de la Sorbona porque ahí a los mégots, las colillas de cigarrillos descartadas, les quedaba más tabaco"). Después pasó por otras zonas del interior de Francia: vivió, entre otras ciudades, en Orleans y en Nantes. Hasta hace pocos años, que volvió al lugar natal. Se instaló, después de refaccionarla, en la casa que perteneció a sus abuelos maternos y que figura en Vidas minúsculas.
Michon cuenta, entre sorprendido y divertido, que a veces se descubre charloteando con los más ancianos del pueblo en el dialecto de su infancia: ya pocos lo dominan, es de los últimos de su especie. Sin embargo, el contacto diario con ese viejo paisaje íntimo no encuentra ningún reflejo en lo que escribe en estos días. "Me interesa más centrarme en los viajes, ahora lo hago sobre China. Para mí, en el terroir (la región, el terruño) está también su contrario, que no significa necesariamente lo opuesto. En todo caso, estoy tratando de deshacerme un poco de esa reputación de limusín ilustre, que no tiene que ver en realidad con lo que hago ahora".
Michon tiene razón: aunque siguió explorando las "Vidas", un género tan clásico que él remonta a la Antigüedad, sus personajes variaron épocas y también, aunque menos, geografías. Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, podría ser un modelo reciente en el tiempo ("A Schwob lo conocí antes por Borges, que lo admiraba tanto, y lo leí bastante tarde") y el renacentista Giorgio Vasari, autor de vidas de artistas notable de su época, un antiguo compañero de ruta en su predilección por los pintores. La edición española de Señores y sirvientes reúne en un solo tomo los relatos que Michon le dedicó al arte pictórico. En "Vida de Joseph Roulin" se ocupa del cartero de Arlés, al que Van Gogh retrató en más de una ocasión. En otras piezas figuran Goya, Watteau, Piero della Francesca.
La elección de esos artistas no es casual: la prosa de Michon, llena de claroscuros, tiene a veces la velocidad empastada de los brochazos de un pincel. "Los autores que no tienen fuertes detalles visuales no me gustan. Al convocar la imagen, sobre todo las imágenes fantasmáticas, que hay que imaginar, uno se acerca mucho más a lo real", sostiene el escritor.
También hay musicalidad en el fraseo de sus libros –un ritmo rápido, acumulativo, de frases largas que las traducciones frustran de manera inmisericorde–, aunque el escritor se declara incompetente en la materia: "No tengo mucho oído fuera de la prosa. Solo me gusta la música muy simple, al estilo del blues. Me queda el consuelo de que tampoco le interesaba mucho a André Breton o Paul Valéry. Ni a Nabokov: decía –y Michon se ríe para que no se lo tome al pie de la letra– que era una forma sofisticada y onerosa de ruido".
También en Los Once hay un pintor, que debe retratar a los miembros del Comité de Salvación Pública, que tuvo las riendas de la revolución francesa en 1794. De ahí salió la guillotina y el período conocido como la terreur. Como casi siempre, Michon juega a contaminar la realidad: ni el cuadro en cuestión ni François-Élie Corentin, el retratista, existen como tales, pero sí Robespierre, Saint-Just y Saint-André. En esta brillante nouvelle estática, todo se juega en los sobreentendidos: ¿dónde debe situarse, a quien debe privilegiar quien pinta, cuando ya sabe que inevitablemente las relaciones de poder van a mutar?
"Lo que me llamó la atención de ese período fascinante, sobre todo después de leer a Michelet, es que esos individuos no eran necesariamente unos cretinos. Era un ambiente casi familiar, venían de las ideas de Rousseau y terminaron matándose entre hermanos. El terror no había sido programado, como ocurrió después con Lenin o Mao".
Ser inmortal y después morir –como sugería cierta película de Godard– tal vez sea una vocación secreta de todo artista. Toda la obra de Michon aparece teñida por esa aparente contradicción, que no aplica sí mismo, sino a otros, sobre todo cuando habla de escritores. En Cuerpos del rey, describe una fotografía de Samuel Beckett para traer a la literatura la idea, profundizada por el historiador Ernst Kantorowicz, sobre los dos cuerpos del rey. Dante, Shakespeare, Joyce, Beckett tienen, escribe Michon, como todos, "un cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña" y otro "dinástico, que el texto entroniza y consagra", y al que arbitrariamente llamamos Dante, Shakespeare, Joyce o Beckett. Michon, que escribió libros que seguirán siendo leídos con los años por una tribu creciente, también supo dar con esa formidable definición de la inconciliable doble faz de la literatura.