Philip Marlowe y el jazz, eternos como la amistad
Entre los amigos de mi primera juventud estaba Marcos. Mírenlo: está tendido en la cama, un Parisienne colgándole irremediablemente de la boca aun antes de levantarse, y apenas pone un pie en tierra firme suenan Billie Holiday o John Coltrane mientras él recoge el cenicero infestado de colillas de cigarrillo de la mesa de noche y el vaso de whisky con sus manchas nacaradas. La pila de libros que crece a un lado de la cama revela una de sus grandes obsesiones: hay varias novelas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, desgajadas por sucesivas relecturas y con párrafos enteros subrayados con lápiz de grafito, y una biografía de Humphrey Bogart. Cuando teníamos veinte años y los dos éramos principiantes en la redacción, los días de lluvia solía regodearse mimetizándose con sus héroes de la novela hard-boiled: con las solapas del piloto levantadas y los ojos entrecerrados, caminaba por Corrientes y soñaba con escribir una crónica roja que se alzara con el Pulitzer o con ser Philip Marlowe; él también las prefería rubias.
El otro sueño de Marcos era ser corresponsal de guerra. Cada tanto se detenía en medio de la redacción para observar la fotografía en blanco y negro de Ignacio Ezcurra, que rendía homenaje al enviado especial del diario que murió en Saigón, en 1968, cierta tarde que al parecer quiso aventurarse en un puente que conducía al río Mekong. Marcos hubiera dado lo que no tenía por ser ese reportero en el frente de Vietnam. Cuando nos trenzábamos a conversar mientras escuchábamos a Ben Webster, Zoot Sims o Sonny Stitt -el saxo tenor era su debilidad, y era capaz de distinguir los matices más imperceptibles de sus grandes intérpretes envuelto en una nube de humo- nunca dejó de sorprenderme la pulsión por la muerte y el modo en que se dejaba seducir por el peligro. Era ese gesto periodístico endemoniadamente romántico -poner en riesgo el propio pellejo con tal de exponer a la luz la verdad- el que lo volvía tan querible.
Nos conocimos cuando teníamos 20 años, y desde entonces vivimos juntos dos o tres veces, durante períodos cortos, llevados el uno al otro por algún desencanto sentimental y su posterior separación. Fue uno de los dos hombres a los que en ese tiempo remoto me abracé envuelto en lágrimas cuando me dejó alguna mujer. Marcos me acariciaba la cabeza, tomaba dos vasos, los cargaba con una buena medida de Johnny Walker y apoyaba cuidadosamente la púa sobre un disco que traía la voz áspera de Sarah Vaughan o los arrebatos melódicos de Miles Davis. La conversación era una deriva etílica que comenzaba con los tonos bajos del sentimiento de despecho amoroso y culminaba en las estridencias de un saxo soprano.
Soñábamos el mundo con desparpajo, sin miedos, creyendo que todo era posible. Con el tiempo nos distanciamos en el vaivén caprichoso de la vida, pero en cada reencuentro -un almuerzo, una copa de vino tinto, las complicidades y el afecto que el tiempo jamás pudo derrotar- Marcos vuelve a conmoverme con su modo de decirme que me quiere: lo hace con una intensidad que me resulta insólita, con los ojos enrojecidos y un nudo en la garganta, y si no llora de la emoción es porque yo -bastante más austero para expresar sentimientos, ligeramente cínico y sin duda avergonzado por tamaña demostración de afecto- suelto alguna ironía que disuelve el pathos emocional de ese momento.
Viajamos juntos a Brasil con dos amigos en ese tiempo en que nos aguardaba el futuro, y de esa aventura recuerdo el olor de la sopa de canja, la voz de Caetano y la risa estridente de Marcos reverberando en la bahía cuando alguno de nosotros, tres muchachitos excitados ante la aparición de una chica brasileña, lanzaba al aire alguna barbaridad. Escribo estas líneas a medianoche, en la soledad de la redacción, escuchando a Caetano, y no puedo contener la emoción. Vuelvo a verlo entre nosotros, con ese rostro que tantas veces me recordó a Toulouse-Lautrec, la mirada encendida por la noticia de un crimen atroz y las manos corriendo afiebradamente sobre el teclado en busca del adjetivo perfecto. Lo veo unas horas más tarde caminando a solas, derrotado porque ese adjetivo no ha llegado, y descorchando luego un malbec en la penumbra de su casa mientras escucha a Ella Fitzgerald envuelto en el humo del tabaco.
Y así, una y otra vez, volver a empezar.
Twitter: @VictorGhitta