Perú y el presidente más inestable del mundo
¿Qué ocurre en Perú? ¿Es posible que un presidente recién electo pueda ser removido por “incapacidad moral permanente”, por declaración mayoritaria de un Congreso compuesto por una sola cámara? La respuesta es sí, y ello se explica por los desperfectos sistémicos de una constitución. Además, que tal mecanismo se intenta usar con cierta frecuencia.
La Constitución peruana, en efecto, establece en su artículo 113 que la presidencia de la Nación queda vacante por la permanente incapacidad moral o física de quien la ejerce, así declarada por el Congreso. Como el Poder Legislativo es unicameral (se compone de 130 legisladores), bastan 87 para remover al titular del Poder Ejecutivo (esto es, los dos tercios de los miembros de la sala; esto último, por disposición del artículo 89-A de su reglamento).
El tema es que tal procedimiento, que equivale a una suerte de “juicio político”, para usar nuestra terminología, resulta, primero, sumamente elástico para albergar cualquier motivo para destituir. Como bien apunta Domingo García Belaunde, presidente honorario de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional, “incapacidad moral permanente” puede significar, a gusto y paladar de los congresistas, cualquier cosa. En paralelo, como se entiende que es un asunto estrictamente político, en principio no justiciable, lo decidido por el Poder Legislativo difícilmente podría revertirse por el Tribunal Constitucional local. Tal vez sería factible analizar si se cumplieron, grosso modo, los pasos procedimentales para la destitución, que son muy elementales; pero poco podría investigarse sobre si la ponderación congresional de la incapacidad moral alegada, y su invocada “permanencia”, fue correcta o no. Esto formaría parte del discutido margen de apreciación discrecional del Poder Legislativo.
Digamos, además, que la figura de la incapacidad moral “permanente” es tragicómica. En definitiva, si un presidente de la nación ha sido comprobadamente inmoral en su gestión, pero solo de modo transitorio, ¿no debería ser removido? ¿autoriza o disculpa la constitución las inmoralidades circunstanciales o contingentes?
En los hechos, el panorama se complica más todavía cuando el presidente en ejercicio no recluta, al menos, un batallón de 44 legisladores (un tercio más uno) que lo apoye e impida la declaración de vacancia. Si no lo tiene, termina fácilmente vulnerable y destituible por un poder legislativo unicameral. Y en un país partidistamente fragmentado como Perú, contar con aquel grupo de congresistas fieles no es una empresa sencilla ni frecuente. Con simpleza, Samuel Abad anota que el presidente peruano, más que presidente, parece un primer ministro removible mediante un lubricado trámite de censura decidido, repetimos, por una sola cámara.
Simultáneamente, en tiempos de inmadurez y fuerte agresividad, de caprichos, terquedades, vendettas y pases de factura, de prevalencia de intereses sectoriales sobre el bien común y de tremenda irresponsabilidad institucional, a menudo se asume con apacible normalidad que quien tiene el número de votos suficiente para tumbar al presidente-adversario, puede hacerlo ya sin escrúpulo alguno; y que ello, por lo demás, es perfectamente aceptable –hasta lógico, se argumenta- en el escenario agonal de la arena política. Muy “democrático”, además, se dice, ya que la declaración de vacancia la realizan los representantes del pueblo. Con esto último, la declaración de vacancia quedaría impecablemente canonizada.
El caso peruano muestra de qué modo un defecto de fábrica en el engranaje constitucional (que en la nación andina se viene repitiendo desde tiempo atrás), puede producir daños sistémicos graves e irreparables. Lo llamativo es que la doctrina especializada ha alertado muchas veces sobre le necesidad de adoptar otro mecanismo para enjuiciar al presidente, de haber motivos valederos para hacerlo. Pero esas voces de alarma no han tenido éxito.
Una razón para explicar el régimen imperante es que, en efecto, mediante la “declaración de vacancia” el Congreso puede controlar, y en mucho, al Poder Ejecutivo. El problema es que, como está implementado el dispositivo, en este punto lo controla mal, y demasiado. De paso fomenta, desde luego, profundos desórdenes sistémicos que dañan la gobernabilidad. Un Estado no puede hoy –en particular, en instantes de grave crisis sanitaria y económica- darse el lujo de poder rotar de presidente a presidente como si la jefatura de gobierno fuera un juego de carrusel.
Catedrático en UBA, UCA y Universidad Austral