Peronismo: la habilidad de adaptar la fórmula de la victoria a nuevos tiempos
El PJ gobernó 22 de los últimos 30 años, en los que supo mantener representatividad, fabricar dirigentes políticos y, a la vez, acomodar el ideal de unidad a una época sin líderes eternos
El peronismo llega a la nueva democracia, en 1983, casi diezmado. Los años pasados habían afectado sus filas por demás: muchos dirigentes encarcelados o muertos y su ala izquierda sumando incontables desaparecidos. La fórmula Ítalo Luder-Deolindo Bittel revelaba que el peronismo debía saldar sus cuentas con el pasado y adaptarse a la política sin su conductor. Si Bittel ostentaba entre sus méritos los intentos de reivindicar la política y la defensa de los derechos humanos, no puede decirse lo mismo de Luder, que luego de haber firmado el decreto de "aniquilamiento a la subversión" en 1975, promovió la autoamnistía para los militares. El abundante caudal de sufragios con que contó probaba que, tanto él como sus votantes, no veían en el juicio y castigo a los culpables un tema clave de la transición democrática. Sin embargo, cuando el presidente Raúl Alfonsín llevó a cabo el Juicio a las Juntas Militares, gobernadores, diputados y senadores que obtuvieron sus cargos detrás de Luder exigieron al nuevo presidente lo que no fueron capaces de proponer durante sus respectivas campañas electorales. La derrota dejaba, en cambio, una lección: era necesario reorganizarse.
Encabezada por Antonio Cafiero y otros dirigentes, comienza entonces la renovación. Era preciso quitar al sindicalismo la conducción del movimiento. El gremialismo no estaba a la altura que las circunstancias exigían. Corrían tiempos extremadamente difíciles para la novel democracia. El país iniciaba la primera transición del Cono Sur, todavía gobernado por dictaduras militares y en medio de la crisis de la deuda, desplegada sin piedad en 1982. En ningún lado se preveía la tercera ola de democratización y mucho menos estaba escrito que ésta fuese a ser exitosa. Además, dentro de la Argentina, tampoco se sabía cuáles eran las posibilidades de una regresión autoritaria. Los acontecimientos de Semana Santa -cuando el peronismo se ubicó del lado del presidente Alfonsín- constituyeron una amenaza de sectores de las Fuerzas Armadas. En consecuencia, los catorce paros generales liderados por el sindicalismo peronista que golpearon a un gobierno, cuyo destino todavía era incierto, poco contribuían a fortalecerlo y por lo tanto a consolidar la emergente democracia.
Tras un nuevo jefe
En esas circunstancias, el personal político del peronismo se movilizaba, en cambio, para lograr la renovación del movimiento. El triunfo de Carlos Menem en las elecciones internas de 1988 evidenció cuál sería la principal meta del cambio: la búsqueda de un nuevo jefe. Educados por Juan Perón en el rol central del líder en la conducción del movimiento y del Estado, con la reforma sus seguidores conseguían un gran logro. Quedaba entonces en manos del ganador completar la conquista de la jefatura. Si anclado entre la renovación y la ortodoxia, Menem venció a Cafiero, al frente del Estado nacional encolumnó al conjunto del peronismo detrás de él. Aquel sindicalismo rebelde frente a Alfonsín se convertía ahora en un manso rebaño que acataba sin chistar el vuelco brutal de política económica que Menem propuso a los argentinos. Nunca nadie, desde las filas gremiales, demandó al nuevo presidente por el incumplimiento de la "revolución productiva", caballito de batalla de su campaña electoral.
De ahí en más, el peronismo demostró su capacidad para contribuir a estabilizar la democracia, su habilidad para mantener un alto nivel de representatividad ciudadana y un entrenamiento sin igual en fabricar líderes políticos. En ese marco se comprende que la elección presidencial de 1995, que brindó el triunfo a Menem, haya sido secundada por una fórmula presidencial encabezada por dos ex peronistas, Octavio Bordón y Carlos Álvarez. En esa ocasión entre el primero y el segundo lugar se alcanzaron a reunir 80% de los votos.
Lo cierto es que el sindicalismo fue perdiendo centralidad y en su reemplazo el peronismo recreó una nueva columna vertebral: los gobernadores. Con este rediseño, se logró organizar al conjunto del movimiento detrás de los políticos profesionales, configurando una pirámide de poder que, naciendo en el presidente de la nación, se despliega hacia abajo pasando por los gobernadores y terminando en los intendentes. Estos últimos han alcanzado, en las elecciones últimas, un nuevo protagonismo, que no hace más que reforzar la relevancia que el peronismo confiere a la gestión del Estado.
En el otro extremo del liderazgo se encuentra la ciudadanía. La cultura peronista demanda que todo jefe debe ser popular y esa popularidad tiene que expresarse en los votos -en tiempos electorales- o en la opinión pública -el resto del tiempo-. De lo contrario resulta difícil constituirse en líder del movimiento en cualquiera de los niveles -nacional, provincial o local- en que le toque desempeñarse a un dirigente. La más maravillosa música que era, para Perón, la palabra del pueblo argentino, se encuentra por encima de las facciones. Quien sepa conquistar esa palabra es el jefe del peronismo y es quien disciplina las tendencias que yacen en su seno. Que esa palabra se escuche en una elección interna o en la competencia general, por fuera o por dentro del partido, es secundario. Ésa es la palabra que ordena. Es la regla que consagra al nuevo jefe. Es la garantía de la unidad y del respeto a la verticalidad. Es la verdadera lealtad.
El problema empieza cuando la palabra del pueblo argentino busca nuevos líderes o cuando la hora de la sucesión se acerca. Menem intentó forzar una nueva interpretación de la Constitución en 1997 y el matrimonio Kirchner parecía tener asegurada la sucesión hasta que ocurrió la muerte del ex presidente. De ahí que la disputa sucesoria resulte particularmente relevante para las conducciones peronistas, entre las cuales siempre abundan candidatos presidenciables. Mientras cada una de las otras fuerzas políticas, a duras penas, consigue exhibir uno o dos candidatos a la primera magistratura, dentro del conglomerado peronista resulta frecuente la circulación de varios postulantes. Desatada la crisis de 2001, ocho pretendientes (De la Sota, Duhalde, Kirchner, Menem, Puerta, Reutemann, Rodríguez Saá y Ruckauf) aspiraban a ocupar el principal sillón de la Casa Rosada. Todos habían sido o eran gobernadores.
Cuando Perón creó el movimiento, una de sus preocupaciones centrales era la facciosidad que se había apoderado de conservadores y radicales en la política argentina. Probablemente el fundador del peronismo encontró la clave del antídoto para combatir aquella facciosidad en un liderazgo capaz de reunir dos rasgos: voluntad de poder y vocación mayoritaria. De ahí la centralidad que les otorgaba, tanto en la práctica como en la retórica, a la unidad y a la verticalidad. En su visión, ambas se lograban merced a un liderazgo con aquellas características.
El peronismo ha sabido renovar esa lección luego de 1983 y el resultado se encuentra a la vista: ha gobernado la Argentina veintidós de los treinta años de democracia que celebramos. De un modo u otro el justicialismo supo adaptar la fórmula de la victoria al hecho de que ya no son posibles los liderazgos eternos. Sólo Perón, mientras vivió, fue el jefe máximo del movimiento. Nadie más estuvo en condiciones de serlo después de él.
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