Peronismo al palo en un país exhausto
Entre el crimen del poder contra una mujer cometido en Chaco y la violencia desatada en Jujuy existen numerosos vasos comunicantes. Aunque se trata de hechos de distinta naturaleza, son versiones del mismo fenómeno. Ambos ponen de manifiesto una praxis política autoritaria que desprecia la democracia republicana y, al mismo tiempo, exhiben la degradación política y cultural que sufre el país. El kirchnerismo no solo creó las condiciones para que estos signos de barbarie se produjeran, sino que es parte involucrada en ambos hechos. En ciertas cosas, el oficialismo no puede evitar la coherencia.
En Jujuy, los vándalos queman la Legislatura porque la Convención Constituyente votó la prohibición de los cortes de ruta, una metodología que está en el origen del imperio personalista que edificó Emerenciano Sena en Chaco. Más que el derecho a la protesta, excusa para identificar al gobernador Gerardo Morales con la dictadura y para justificar la violencia, lo que las hordas defendieron allí es la industria próspera del piquete, que hasta aquí dio invaluables réditos políticos y económicos tanto a los profesionales del corte como a gobernantes que buscan medrar a cualquier costo, ávidos de consolidar una estructura de poder mafioso que les garantice la permanencia vitalicia en el mando.
Hace rato que el piquete se ha convertido en un insumo político de primer orden. En sus orígenes, Sena pasó de los cortes de ruta a la usurpación de tierras, ya con un ejército de piqueteros que lo seguían y con el aval del poder político chaqueño, que asociándose con él reforzó el yugo del clientelismo y expandió las posibilidades rentísticas de la gestión: según el portal chaqueño Sin Filtro, la fundación del líder social hoy detenido recibió unos 900 millones de pesos en los últimos tres años, sin contar lo que obtuvieron las cooperativas de la familia. Para ambos socios, Sena y el gobernador Jorge Capitanich, el pacto era pura ganancia.
"Después de haber desmantelado el imperio del miedo de Milagro Sala, Jujuy padece los estertores de una cultura de la violencia que se resiste a retroceder ante la ley"
Tanto en las calles como en las instituciones y los despachos del poder, durante las últimas dos décadas la violencia, la extorsión, el miedo, la usurpación y la obediencia se naturalizaron como parte de la política. Y, como sabemos, cancelaron el diálogo democrático.
Recapitulemos. Los primeros piquetes, en la estela diciembre de 2001, hicieron visible a esa parte de la sociedad que había quedado sumergida tras la crisis. Eran entonces, se podría decir, la voz de la calle que por necesidad se hacía oír. El proceso que desemboca en las actuales fuerzas de choque empieza cuando Néstor Kirchner cooptó y compró con fondos frescos a los líderes de aquellos piquetes para ponerlos al servicio de su proyecto de poder, práctica que luego su esposa redobló. Hoy los movimientos sociales oficialistas son un comensal más en la mesa del corporativismo argentino. Tragan riqueza sin producir y así perpetúan el estado de precariedad de los pobres que representan. Son funcionales al populismo nac&pop y a la elite que obtiene sus privilegios de un sistema corrupto y depredador.
Hoy Chaco asiste al horror de un crimen en el que una familia íntimamente ligada al gobernador parece haber perdido el respeto por la condición humana acaso como consecuencia del poder que ostentaba en sus dominios, incubado por fuera de la ley con fondos públicos y levantado en tierras estatales o previamente expropiadas. Jujuy, después de haber desmantelado el imperio del miedo de Milagro Sala, padece los estertores de una cultura de la violencia inherente al piquete militante que, en connivencia con el oficialismo en declive, se resiste a retroceder ante la ley.
Estos episodios de Chaco y Jujuy son el destilado de veinte años de kirchnerismo. Lo que deja en el país la “década ganada”. Pero Jujuy es también una muestra de lo que vendrá. La potencia simbólica de esa imagen no puede ser más elocuente. Los violentos, con el aval explícito del kirchnerismo en el gobierno, intentaron quemar la Legislatura jujeña, un ámbito de la democracia donde deben convivir todas las voces. Un calco de lo que hicieron los fanáticos de Donald Trump en el Capitolio y más aquí los de Jair Bolsonaro en el Palacio del Planalto. A todos ellos los iguala la pulsión autoritaria de control, muy anterior a las ideologías, que emana de los líderes mesiánicos. Lo que no domino, lo que no es mío, lo destruyo.
Ya lo advirtieron: habrá más piedras si la oposición gana las elecciones. En rigor, los cascotazos contra la alternancia empezaron a caer por anticipado esta semana. El kirchnerismo, una fuerza antidemocrática que aun cuenta con apoyo popular y ha colonizado parte de la estructura del Estado, parece decidido a no permitir que haya un gobierno que no sea el propio. No hay que olvidar que detrás de todo esto se oculta una Cristina Kirchner debilitada que se está jugando su impunidad o su condena. Una vicepresidenta que intentó generar una candidatura con un espectro sin vida política propia en un peronismo sin pies ni cabeza que acabó ungiendo a un oportunista que cree que, siendo usado, puede usarlos a todos. Peronismo al palo en un país exhausto.