Perón, un malentendido
ROSARIO
En la vida social existen reglas. Normas de convivencia que la hacen posible. Esas leyes son cambiantes. No inmutables. También existen reglas para interpretar los hechos. Criterios que permiten conocer las causas mediatas o inmediatas de ciertos acontecimientos. Los fenómenos colectivos no son huérfanos. No aparecen o desaparecen de golpe. Sobre todo en política. El peronismo no puede ser desvinculado de Juan Domingo Perón. El le dio vida, lo alimentó y le transmitió las características que todavía conserva. Pero esos "inventos" no nacen de la nada. El talento, la capacidad que esos personajes tienen para crear esas realidades inéditas, tienen "placenta", es decir, ámbitos dentro de los cuales se ha gestado y ha ido creciendo la circunstancia que el protagonista encuentra como materia y aprovecha para su creación.
Vale la pena también advertir que nada en la existencia humana es "inexorable". Los motivos pueden estar. Si no está el personaje, simplemente perduran. No tiene lugar la creación. O la tiene, pero es distinta. Porque otros protagonistas con las mismas circunstancias generan una realidad diferente. El peronismo, en buen romance, es una criatura de un personaje que fue el padre, la madre y el espíritu santo del movimiento. Pero, como todo hacedor, realizó su obra aprovechando la coyuntura histórica que le tocó vivir.
El estado de ánimo de la sociedad argentina anterior a la aparición del peronismo podría ser graficada alrededor del filósofo español José Ortega y Gasset. Nos visitó por primera vez en 1916. Se sintió fascinado por el impulso argentino. Dijo que no conocía en el mundo, en ese momento, una sociedad "con más sed de imperio". Desde luego, no se trataba de una potencia en busca de colonias, como eran los imperios de la época, sino del fantástico envión vital del país que no sólo tenía confianza en su futuro sino que prácticamente quería devorarlo.
Su segunda visita fue en 1928. En esa docena de años el filósofo advirtió un estado de ánimo colectivo absolutamente distinto. Dijo: "No sé qué ha ocurrido, pero el argentino medio se ha vuelto un hombre a la defensiva". Decimos nosotros: es bien sabido que un hombre a la defensiva es alguien que ha perdido confianza en sí mismo y, cuando eso ocurre, cree que los "otros" son los culpables de lo malo que le sucede. Es la contracara de esa admirable enseñanza de la filosofía china: "El hombre logrado es como el buen arquero, cuando comete un error gira sobre sí mismo y trata de encontrar dentro suyo la causa de la equivocación".
Dos años antes del golpe de Estado de 1930, que quebró una envidiable continuidad constitucional de 70 años, Ortega llamó la atención sobre esa falta de fe. La asonada militar fue una consecuencia de ese vacío. Cuando se deja de creer en la propia capacidad se empieza a creer en cualquiera.
La falta de autenticidad fue la matriz de una serie de errores y de horrores. El fraude es uno de ellos. En el plano internacional, el fascismo y el nazismo fascinaban por el remedo de impulso vital. El "vivir peligrosamente" de Mussolini hizo camino en la cabeza de muchos oficiales de nuestro ejército. Juan Domingo Perón fue uno de ellos. No es un motivo aleatorio, sino absolutamente coherente, que haya participado en el golpe cívico militar de 1930. Todos los civiles que rodearon los vehículos y acompañaron con gritos y aplausos ese levantamiento eran adoradores de la fuerza. Lugones había vaticinado poco antes "la hora de la espada" y ellos la festejaban en las calles y plazas de Buenos Aires.
Perón siempre fue autoritario y se comportó como tal. No fue y no quiso ser republicano. El cuartel, desde su niñez, fue su hogar y él permaneció fiel a su estirpe. Gozó el afecto de la tropa, que retribuyó y extendió luego a la masa, con la condición de que ambas continuaran en su lugar de obediencia. Visceralmente, y por formación, odiaba el desorden. En todo esto no hay una gota de novedad. La novedad absoluta consiste en el absurdo de haberlo querido convertir en un revolucionario. El despropósito se pone de manifiesto cuando uno imagina que eso se hubiera pretendido con Stroessner, con Somoza, con Pérez Jiménez o con Francisco Franco. La consecuencia, el afecto y la identificación de Perón con ellos fue tanta que el itinerario de su exilio -en 1955, cuando fue derrocado- marca los países de cada uno de esos amigos. Nos gustaría que algunos de los enamorados con la tesis del progresismo de Perón nos explicaran la coherencia de esa interpretación con la presencia de Tacho Somoza en el balcón de la Casa Rosada un 1º de Mayo. Tacho Somoza era y es el responsable del asesinato de Sandino.
La fantástica creación de "la novela de Perón" fue un intento inmoral, más allá de la inexplicable ingenua sinceridad de algunos. Estos algunos -la excepción-, como en gramática, confirmaron la regla de la inmensa mayoría fascistizada y oportunista. El viejo líder, con su admirable capacidad de manipulación, los aprovechó. Había sido expulsado del poder y anhelaba volver, usándolos. Pero nunca compartió sus delirios. Se negó sistemáticamente a visitar China, Rusia o Cuba. El lugar de su exilio y sus amigos de siempre marcan, con precisión de brújula, su norte perpetuo.
Importa, para no aguar la memoria, recordar que el Perón expulsado en 1955 era el que convirtió al país en un coto de caza y al peronismo en un ejército de ocupación. Esta expresión le pertenece a un admirable español republicano exiliado que agregaba: "Nosotros tenemos los moros traídos por Franco, vosotros al peronismo nacido en los cuarteles y convertido en ejército de ocupación".
Fernando Chao tenía razón. La Argentina era, en 1955, el país de "ellos". Ferrocarriles, teléfonos, gas, electricidad, medios de comunicación, colegios primarios, secundarios y universitarios, bancos municipales, provinciales y nacionales no tenían ni aceptaban empleados que no acompañaran la solicitud con el carnet de afiliación del partido en el gobierno.
La idea falsa de un gobernante republicano expulsado del poder en 1955 es machaconamente repetida por los que saben que mienten. Era el luto obligatorio, la afiliación forzosa, los libros escolares abrumados de propaganda proselitista, el Jockey Club, la casa radical, la socialista y las iglesias incendiadas. También el asesinato de Ingalinella. Era eso y mucho más: la inmundicia moral de los incondicionales que se arrodillaron en las legislaturas provinciales como signo de obsecuencia por la muerte de Eva.
Perón y el peronismo son una "consecuencia" de una realidad anterior. Canalizó el anhelo de millones por el reconocimiento de una situación injusta y por la posibilidad de ser aceptados. Repitió, medio siglo después, lo que el radicalismo protagonizó en su momento. Que vastos sectores excluidos de nuestra sociedad se integraran. Más allá y más acá de defectos y torceduras, el peronismo posibilitó una amalgama social que nuestro país posee y que no es la regla en países desde otros puntos de vista más evolucionados.
Lamentablemente también canaliza y expresa un cúmulo de defectos que halagan lo peor e impiden su mejoramiento. Para el peronismo siempre, antes y ahora, los más deben ser "mandados" no gobernados. El pecado original, que es pecado mortal no venial, es la verticalidad. Nació en los cuarteles, lo inventó un militar y su máxima seguirá siendo: "Subordinación y valor". Algo más grave. Mantiene al conjunto en la niñez sin permitir que progrese. La niñez es grata. Nos llevan de la mano, nos dan lo que pedimos; otros piensan por nosotros. La niñez perpetua es la tragedia de un pueblo y el drama argentino desde que el peronismo existe.
© La Nacion
El autor es director del doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano
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