Periodismo o el miedo a la libertad
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Cuando el poeta John Milton, desobedeciendo con gran riesgo las prohibiciones vigentes, publicó su célebre Aeropagítica el 23 de noviembre de 1644 para oponerse a la censura previa aprobada por el Parlamento inglés al promulgar la Ordenanza para Regular la Impresión, lo hizo argumentando que los libros traían consigo “un libre mercado de ideas”, sí, “libre mercado”, del que dependía el florecimiento de la sociedad civil.
Desde entonces, y desde antes también, el poder –fuese el que fuese– ha temido a los libros, que es lo mismo que decir que ha temido a las ideas, a quienes las sostienen y al vasto mundo de oportunidades que abren para todos.
A lo largo del siglo XX este temor ancestral a los libros ha estado muy presente en cuatro de las grandes distopías políticas que nos legó parte de la mejor literatura de la pasada centuria: Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932); Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), de George Orwell, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953).
En Un mundo feliz, a los niños que nacen de los Centros de Incubación y Condicionamiento se les inculca el odio instintivo contra “los libros y las flores”.
En Rebelión en la granja, el eslogan inicial de la revuelta animal contra los humanos, el séptimo mandamiento del credo de la Granja Animal, impuesto por el líder Napoleón, “todos los animales son iguales”, terminará siendo transmutado en “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”, es decir, algunos tienen más derechos (a la libertad de expresión) que los demás.
El protagonista de 1984, Winston Smith, trabaja en el Ministerio de la Verdad de Oceanía, siempre temeroso de la Policía del Pensamiento, reescribiendo la historia según los criterios de la “nuevalengua” –cuyo objetivo es destruir el idioma– y arrojando a los “agujeros de la memoria” toda la información que el Partido se niega a aceptar. Y, muy significativamente, al líder de la oposición secreta al Gran Hermano, Emmanuel Goldstein, se lo acusa de difundir sus ideas a través de “el libro”, lo que constituye un “crimental”, un crimen de pensamiento que merece la máxima pena y que se opone al designio de “presente infinito en el que el Partido siempre tiene razón”.
Por último, en Fahrenheit 451, que es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, un mundo de edificios ignífugos asiste impertérrito a que sean los bomberos los que provoquen los fuegos y no quienes los sofocan, especialmente quemando libros. Guy Montag, el bombero protagonista, quien reconoce ante una tierna joven casi desconocida que “¡está prohibido por la ley!” leer los libros que se queman, dará cuenta de cómo en una de las paredes de la central de bomberos se encuentran “las listas mecanografiadas de un millón de libros prohibidos”, pero verá su vida profundamente transformada al conocer a Faber, un profesor de Lengua retirado, quien le enseña que la magia no está en el resplandor feroz del fuego sino “en lo que dicen los libros”.
Después de Huxley, Orwell y Bradbury, aquí no deja de resultar extraordinariamente paradójico y triste que en nombre de las ideas de la libertad se fustigue a la libertad de las ideas que protagoniza el periodismo, entre otros muchos actores cívicos. El miedo a la libertad es uno de los dos libros más conocidos del psicoanalista alemán Erich Fromm. El otro es El arte de amar. Al Gobierno le anda faltando escribir un tercer libro, imprescindible y definitivo: “El arte de amar la libertad sin miedo”. Todavía hay tiempo. Ojalá no falten ni la grandeza, ni la humildad, ni el coraje. Y que las fuerzas del cielo no nos engañen.
Profesor de Ética de la Comunicación, Universidad Austral