Perdón por las cruzadas
El papa Juan Pablo II acaba de ordenar que se incluyan las cruzadas en el vasto perdón que pedirá la Iglesia al comenzar el tercer milenio. Revela mucho coraje, porque impugna un movimiento que ocurrió hace tantos siglos y se petrificó en mitos difíciles de corregir. Las cruzadas fueron contadas y cantadas en tono de epopeya, exaltadas por la huracanada fe de sus protagonistas, justificadas por los beneficios económicos, políticos y culturales que brindaron a Occidente. Hasta el día de hoy se usan los vocablos cruzada y cruzado para designar objetivos altruistas.
Ahora, sin embargo, la Santa Sede ha reconocido el fondo atroz que aparece en las investigaciones históricas pero no registra el imaginario colectivo. Miles de cruzados fueron al combate con consignas de un fanatismo que encubría pasiones abominables. Con la excusa de liberar el Santo Sepulcro se entregaron a la rapiña y el asesinato gratuito. Ese festín maligno no puede ni debe ser respaldado por el alma de un cristiano decente. Por eso el Papa ha sido terminante en pedir perdón.
Así empezó la historia
El Concilio de Clermont, Francia, celebrado en el año 1095, reunió a 14 arzobispos, 200 obispos, 400 abates y multitud de fieles. El papa Urbano II se pronunció en forma encendida por comenzar una guerra sin cuartel contra los musulmanes y redimir el Santo Sepulcro. En su alocución lanzó la famosa e imperativa frase: "¡Renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme!" De inmediato, príncipes, señores feudales, siervos, burgueses, campesinos, caballeros y ladrones abandonaron sus tierras y familias para enarbolar las banderas de la guerra. Los caballeros ansiaban aventuras, gloria y botín; los campesinos se liberaban de pagar sus deudas crónicas; la Iglesia podía atraer a los cismáticos de Bizancio y establecer órdenes en Oriente. En Europa se generalizó la confusión y hordas hambrientas encabezadas por frailes interpretaron que era de buen cristiano asaltar, robar y asesinar a remisos y judíos.
Centenares de predicadores insistieron en que no era menester llegar a Tierra Santa para liquidar infieles, pues los tenían a la vista. Y se lanzaron a matarlos donde los encontraban. Desconcertados obispos, como el de Worms y Maguncia, les dieron transitorio refugio en sus fortalezas, pero sólo consiguieron demorar la carnicería. En las ciudades de Speyer, Triers, Colonia, Metz, Wursburg e infinidad de poblados menores, incendiaron sinagogas, destruyeron los rollos de la Biblia, realizaron conversiones forzosas y degollaron hombres, mujeres y niños con irrefrenable júbilo.
El duque Godofredo de Bouillon juró públicamente vengar la sangre de Cristo exterminando a todos los judíos, "de manera que no quede uno solo que lleve semejante nombre". En Tierra Santa celebró haber hecho llegar la sangre de los infieles musulmanes y judíos "hasta los corvejones de mis caballos". Luego fue ungido rey de Jerusalén.
Las cruzadas constituyeron un genocidio, el primero de la ominosa serie que registra Europa.
Incitación al saqueo
La Segunda Cruzada fue convocada en 1146 por el papa Eugenio III, que exigió más fervor y eficacia que en la Primera. Se constituyeron dos gruesas columnas, una comandada por el emperador de Alemania, y la otra, por el rey de Francia. También se exaltó el odio y varios obispos y señores feudales tuvieron que cobijar a las víctimas de las bandas portadoras de cruces y cuchillos. Se hicieron famosos el monje Pedro de Cligny, que asociaba a los judíos con Caín, y el monje Rudolf, cuyos sermones incitaban a saquearlos y luego darles muerte.
San Bernardo de Clairveaux denunció con energía a Rudolf, hasta el extremo de enfrentarlo cara a cara y ordenarle que regresase a su monasterio. Pero fue inútil: monjes y soldadesca no aceptaron privarse de la orgía que consideraban bendecida por Dios. Las incontables vilezas cometidas en el viaje a Oriente determinaron que Luis VII y Conrado III marcharan por caminos diferentes con el objeto de controlar mejor la disciplina de sus "traviesos" cruzados. Semejante idea fue nefasta, porque los musulmanes los derrotaron separadamente en Asia Menor y ambos tuvieron que retornar con un puñado de sobrevivientes.
Las sucesivas cruzadas llegaron hasta el siglo XV sin conseguir su declamado propósito sino en forma transitoria: las tierras donde caminó Jesús cambiaban de mano según la habilidad de los guerreros. Los pequeños enclaves latinos en la costa de Asia Menor, dirigidos por caballeros que poco tenían de santos, no se lucieron ni por su piedad ni por su altruismo, atravesados del principio al fin por la intriga y la desaforada ambición. Fue tan grande el vértigo, que la Octava Cruzada se dirigió contra Túnez (muy lejana del Santo Sepulcro), frente a cuyas murallas murió el rey San Luis. Como ramalazo tardío, pero elocuente de la generalizada alienación, se puso en marcha la Cruzada de los Niños, que inmoló a multitud de inocentes.
Lo bueno y lo malo
Lo bueno. Se intensificaron las relaciones comerciales de Europa con el Mediterráneo oriental. Se resquebrajó el andamiaje de la agonizante sociedad feudal. Los segundones de la pequeña nobleza tuvieron que emigrar en busca de nuevos horizontes, muchas propiedades agrícolas fueron sacadas al mercado y se resintió la fosilizada legitimidad de numerosos títulos. Comenzaron a llegar a Europa las especias que las caravanas traían desde China, India y Persia. Empezaron a crecer los conglomerados que existían a lo largo de rutas y ríos (en particular, el Rin y el Danubio), lo que dio lugar al desarrollo de ciudades. Se multiplicaron las actividades financieras. Artículos desconocidos o raros, como limones, algodón, muselina, damasco, azúcar, púrpura y espejos, empezaron a circular de mano en mano. Ingresaron nuevas ideas arquitectónicas, artísticas y filosóficas.
Lo malo. Se confundieron los objetivos de Dios con los de los hombres. Se privilegió la razón de la fuerza por sobre la fuerza de la razón. Bajo la excusa de ideales elevados se desató el sadismo de las turbas y de la soldadesca. El fervor religioso fue encendido con estímulos indignos: cancelación de deudas, permiso de robar, torturar y matar. Se rebajó el mensaje evangélico a la conquista de tierras y de bienes; la potencia del amor fue cambiada por la potencia del odio. Sus consecuencias no acabaron en el siglo XV, porque las cruzadas sembraron un hábito perverso que, en lugar de saciar la violencia, la proveyó de renovada intensidad y racionalizaciones, algunas de las cuales llegan hasta hoy.
Por eso debemos celebrar la valentía de Juan Pablo II. Brinda un trascendente servicio a la verdad, hace una indiscutible contribución al acercamiento de los hombres y presenta un modelo que debería ser imitado en otras asignaturas pendientes.