Pequeños inventos de ilustres conocidos
El traje de buceo de Da Vinci, la salsa golf de Leloir, el broche de Mark Twain, una blusa adaptable firmada por Albert Einstein: algunas creaciones menores de grandes personajes de la historia que, aunque descollaron en sus respectivos campos, se dieron un rato para innovar en minucias
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El siempre filoso, siempre curioso Mark Twain –amiguísimo de Nikola Tesla– hizo unos cuantos dólares gracias a un singular objeto de su autoría, que le reportó tantos billetes como sus libros: un álbum de recortes que, para evitar enchastres, ya traía material adhesivo, similar al de los sobres. Oh, e intentando mejorar los tiradores que lo llevaban por el camino de la incomodidad, el escritor terminó desarrollando el antecedente de los ganchitos del corpiño, esos que todavía se encuentran en algunas mercerías. Famoso por sus actos de ilusionismo y escapismo, Harry Houdini innovó en ropa para el agua, bocetando un traje de buzo que se desmontaba con palanca. Y siendo un gran fan de la percusión y los ritmos afrocubanos, Marlon Brando produjo un dispositivo que tensaba y afinaba el bongó.
Edison tuvo ocurrencias menores que suelen pasar inadvertidas, como aquel objeto que más tarde serviría de musa a Samuel O’Reilly para diseñar la primera máquina de tatuar: un bolígrafo eléctrico que, cuando se sostenía sobre el papel, lo perforaba, permitiendo hacer múltiples copias a la vez
Apenas algunas creaciones menores, impensadas, de personajes del cine, la literatura, la magia, pretendidamente útiles, aunque no siempre hayan sido suceso. Tomemos el ejemplo de Thomas Edison, cuyo nombre está íntimamente ligado al de la invención –incluso se le adjudica la del cine–, con más de mil patentes en su haber, incluida la de la lamparita. Que no fue la primera pero sí la versión más segura, duradera y económica en sus días, y elevó al hombre a la categoría de “padre de la luz eléctrica”. Así las cosas, Edison tuvo ocurrencias menores que suelen pasar inadvertidas, como aquel objeto que más tarde serviría de musa a Samuel O’Reilly para diseñar la primera máquina de tatuar: un bolígrafo eléctrico que, cuando se sostenía sobre el papel, lo perforaba, permitiendo hacer múltiples copias a la vez.
También lanzó en 1890 una muñeca parlanchina pionera (si no consideramos la fantasía literaria de E.T.A. Hoffmann), de casi 60 centímetros de altura, que entonaba rimas y canciones infantiles al girar una manivela que ponía en funcionamiento otra de sus invenciones, el fonógrafo. Sumamente frágil y carísima, resultó un fracaso de ventas y la tuvo que sacar de circulación.
Es difícil imaginar a Albert Einstein ocupándose de asuntos mundanos, pero tras poner en marcha la teoría cuántica y resolver la relatividad, se lanzó a una inesperada cruzada: la heladera. Junto al experto en termodinámica Leo Szilard, el brillante físico creó un refrigerador sin partes móviles (para evitar potenciales filtraciones de gases tóxicos), que empleaba una pequeña fuente de calor y un cóctel de amoníaco, butano y agua para generar una reacción química refrescante. Llegó incluso a patentarlo, pero la cosa quedó en pausa. Einstein también registró un chaleco adaptable, con dos juegos de botones, ideales para señores con tendencia a engordar.
Otro científico notable, ya de nuestras latitudes, con invento impensado es Luis Federico Leloir, orgullo nacional por descubrir cómo se almacena la energía en las plantas y cómo los alimentos se transforman en azúcares que sirven de combustible a la vida humana. Hallazgo que, como es sabido, le valió el Premio Nobel de Química en 1970 (estos galardones, ya que estamos, fueron la última voluntad de Alfred Nobel, inventor de la dinamita). También infla el pecho de tantísimos argentinos pensar a Leloir como el autor de la salsa golf. Varias décadas antes de ser laureado por la Academia Sueca, el hombre comía unos langostinos con mayonesa en el Golf Club, en Mar del Plata, pero el aderezo le sabía a poco. Entonces empezó a mezclar condimentos y acabó con un mejunje de ketchup con mayonesa, unas gotas de tabasco y coñac. En honor al lugar, bautizó al aliño –que evidentemente prosperó– “salsa golf”. Sin desmerecer al sabio, sería ingenuo suponer que nadie había fusionado los susodichos ingredientes con anterioridad…
La letra chica
A esta altura de las líneas, venga la aclaración de rigor: tocar hablar de “presuntas” invenciones porque el asunto de autoría es materia fértil de desconfianzas, y con razón. Si no pregúntenle a Elizabeth Magie que pensó un juego –The Landlord’s Game–como lúdica forma de criticar el capitalismo, pero le copiaron la idea y así nació el juego más capitalista de la historia: el Monopoly. Además, hasta hace nada, tampoco existía internet para cotejar en tiempo real qué acaecía en otras latitudes. Lo cierto es que la Historia cuenta también lo supuesto, y la memoria –según dicen– admite literatura.
Al respecto, hay un ejemplo que da la diestra a los incrédulos: el Códice Romanoff, ese recetario atribuido a Leonardo Da Vinci donde, además de explicar cómo preparar manjares, mostraba bocetos de artilugios para la cocina y daba consejos de buenas costumbres en la mesa. Este manuscrito fue “descubierto” en la década de 1980, primeramente publicado en Inglaterra bajo el título Leonardo’s Kitchen Notebooks, con firma de dos aficionados a la historia: Jonathan Routh y su esposa Shelagh Marvin Routh. Dupla que advertía que el códice original, de puño y letra de Leo, estaba en San Petersburgo, escondido en el Museo Hermitage, pero que –de algún modo– ellos habían tenido acceso.
Parece que Da Vinci era un chef declarado, fan del hinojo y del jengibre, pero no aplicó este trozo de tela de lino, de algodón, para limpiarse los labios al comer. Tampoco creó los siguientes aparatos que le atribuye el Códice Romanoff: una trituradora de vacas para obtener pastillas de caldo, el sacacorchos para zurdos, una rueda para hacer espaguetis, entre otras falsedades. Porque estos apuntes no existen; son un bulo, una farsa
“He ideado que a cada comensal se le dé su propio paño, que, después de ensuciado por su mano y su cuchillo, podrá plegar para, de esta manera, no profanar la apariencia de la mesa con su suciedad”, reza un pasaje atribuido al varón renacentista, de 1491, que todavía se replica en medios a lo largo y ancho, entronizando al ecléctico artista, anatomista, arquitecto, botánico, ingeniero, músico y urbanista como “el padre de la servilleta”.
Parece que Da Vinci era un chef declarado, fan del hinojo y del jengibre, pero no aplicó este trozo de tela de lino, de algodón, para limpiarse los labios al comer. Tampoco creó los siguientes aparatos que le atribuye el Códice Romanoff: una trituradora de vacas para obtener pastillas de caldo, el sacacorchos para zurdos, una rueda para hacer espaguetis, entre otras falsedades. Porque estos apuntes no existen; son un bulo, una farsa.
Routh era un popular bromista inglés, famoso por hacer cámaras ocultas en TV en los años sesenta. Con su esposa, una publicista de cine, sacaron Leonardo’s Kitchen Notebooks el 1° de abril (de 1987); o sea, el April Fools’ Day, versión anglo del Día de los Inocentes, dejando en evidencia que se trataba precisamente de una inocentada. Lo más llamativo es que, aun cuando José Carlos Capel –respetado gastrónomo y crítico español, editor de la versión traducida al castellano– ha aclarado reiteradamente que “este libro de marras es fantasía pura”, siguen saliendo notas donde se menciona a Leonardo como el inventor de la servilleta o, más aún, del tenedor, un utensilio que ya corría por Constantinopla varios siglos antes.
Dicho lo dicho, quedan suficientes invenciones sorprendentes del pintor florentino para satisfacer a sus numerosos fanáticos. Durante el tiempo que vivió en Venecia, por ejemplo, diseñó un prototipo de traje de buceo, de los primeros de los que se tiene constancia. Íntegramente de cuero, contaba con gafas para facilitar la visión bajo el agua, además de un odre inflable para hundirse o flotar. Dos tubitos de caña a ambos lados de la cabeza oficiaban de equipo de respiración en lo que se pretendía una solución para un problema militar, esperando que locales lo usaran para atacar furtivamente a los navíos enemigos. Se dice que Leo estaba tan convencido del potencial de su escafandra y tenía tanto miedo de que cayera en manos equivocadas, que guardaba el boceto con especial recelo. Creer o descreer.
Siguiendo la línea acuática, las aletas se le asignan a Benjamin Franklin que, cuando no estaba aportando a la Declaración de Independencia o la Carta Magna de Estados Unidos, se rompía la cabeza pensando en soluciones a distintos problemas. No eran precisamente patas de rana sino una suerte de palas de madera que enganchaba en sus manos, y que le dejaban las muñecas a la miseria al señor al que también se le arroba el pararrayos, las gafas bifocales, un catéter urinario evolucionado (flexible), incluso las farolas –de cuatro paneles planos– para iluminar las calles por la noche.
Ojo, aún cuando se dice que la necesidad es la madre de la invención, hay inventos que directamente son hijos del delirio; tal es el caso de su “armónica de cristal”. Franklin estaba tan encantado por el sonido etéreo que se generaba al frotar los dedos húmedos contra el borde de una fina copa que se avino a desarrollar un instrumento que sistematizase el asunto. Et voilá la susodicha “armónica”, que tuvo suceso un rato y luego cayó en desuso. Su contra: sonaba demasiado bajito y, de creer en murmuraciones históricas, podía provocar ataques de nervios, convulsiones, locura.
Parece que un coetáneo suyo, Thomas Jefferson, tercer presidente de EE.UU., también era proclive a innovador. Su gracia, sin embargo, era mejorar dispositivos existentes, raros para la época. Diseñó, entre otras cosas, una silla giratoria añadiéndole un brazo derecho amplio, que hoy recuerda a un pupitre y que servía para escribir ¿mientras daba vueltas? También sería autor del montaplatos (el mecanismo; nada que ver con la famosa obra teatral de Harold Pinter).
Puede fallar
Abraham Lincoln habrá sido un gran estadista que trabajó en favor de la reconciliación nacional y la igualdad racial en los Estados Unidos, pero también puede colgársele el título de “intento de inventor” en ingeniería náutica. Ideó un novedoso sistema de flotadores para barcos, que se inflaban cuando encallaban los navíos y ayudaban a liberarlos. Al menos, en los papeles, porque aun cuando el –más tarde– presidente registró su modelo en 1847, nunca llegó a fabricarse y, según expertos en tema, tanto mejor.
Otra figura capital de la política moderna –esta vez germana– que dedicó ratos ociosos a invenciones menores fue Konrad Adenauer, histórico canciller demócrata cristiano de la Alemania Occidental que ocupó el cargo desde 1949 hasta 1963, a sus 87 años. Considerado uno de los padres fundadores de la Unión Europea, suya es la friedenswurst o “la salchicha de la paz”, alternativa para tiempos de escasez que proponía mezclar soja con la carne. ¿Primero en tener la ocurrencia? De ninguna manera, pero de algún modo logró patentar la receta en Reino Unido. Adenauer también imaginó una luz interna para tostadoras a los fines de controlar cuán morenas se ponían las rebanadas; un temporizador que apagara el velador de quienes se quedan dormidos leyendo; un dispositivo eléctrico para matar insectos… más peligroso para usuarios humanos que para mosquitos, por cierto. Sobra decir que cosechó más éxitos dirigiendo su país.