Pequeñas historias de la ESMA
Por Orlando Barone
EL 4 de junio de 1943, a la mañana, los cadetes del Colegio Militar que avanzaban por la calle Blandengues (ahora Avenida del Libertador ) a la altura de la calle Ramallo, fueron atacados desde la ESMA. El barrio de Núñez, todavía de casas bajas y modestas, y vastos baldíos empantanados ganados al río, fue sacudido por el tableteo de las ametralladoras y los disparos de los Mausers.
A los chicos que vivíamos en el barrio, nuestros padres nos encerraban en las casas. Pero era tal el deseo de saber qué pasaba, que algunos logramos subir a las terrazas para poder ver desde allí las columnas de humo de las explosiones y, de a ratos, las siluetas agazapadas de los tiradores que se guarecían en los zaguanes.
Los aspirantes a suboficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada (para nosotros eran " los marineros") repelían el triunfal avance de los soldados del ejército que venían desde la avenida General Paz, y desde la vereda de enfrente devolvían el ataque.
De aquella revolución, que consagró al general Pedro Pablo Ramírez y, con él, a Rawson y Perón, quedaron en la calle decenas de cadáveres que enseguida fueron levantados por camiones y ambulancias, y miríadas de cápsulas de balas que los chicos recogimos al otro día como parte de un botín inocente y macabro.
En el portal de la iglesia Nuestra Señora del Buen Viaje, frente a la ESMA, habían sido acribillados cadetes muy jóvenes que habían intentado resguardarse. Yo alcancé a ver las manchas de sangre coagulándose y al sacerdote y el sacristán de la iglesia lavándolas al atardecer, con un trapo y un balde. Pero las manchas tardaron muchas lluvias en terminar de borrarse y, cada vez que íbamos a misa, nos tentaba más mirar aquellas aureolas inquietantes que las imágenes sagradas. En los muros de ladrillo de la iglesia perduraban los huecos dejados por las balas, y nosotros los recorríamos con los dedos, asombrados por su grosor, imaginándonos esos huecos en los cuerpos de los muertos.
Más de veinte años después, la iglesia fue comprada por la fábrica lindera (ATMA) y el edificio, ya vacío de confesionarios e imágenes, pasó a ser un depósito de planchas y tostadoras anexo a la planta.
Sé que cuando sacaron a la Virgen y a la cruz para cargarlas en el camión de la mudanza, los marineros de la ESMA salían del cuartel sorprendidos y, asomados a la verja del parque, se hacían la señal de la cruz y se sacaban las gorras.
En la calle lateral, Comodoro Rivadavia, frente a los clubes Defensores de Belgrano y Náutico Buchardo, los vagabundos de la zona esperaban contra las rejas que, después del mediodía, simpáticos "marineritos" (algunos eran chicos) les ofrecieran las sobras de la comida de la tropa. A veces, por participar de la aventura, nosotros también recibíamos papas y batatas calientes, que nos sabían más ricas que las de nuestras casas.
Un día, después de jugar al fútbol en la cortada paralela a las escuelas Raggio, un oficial, que acaso podría haber tenido la edad de Astiz cuando secuestraba a mujeres y niños, nos hizo pasar a la ESMA para que tomáramos agua. Recorrimos parte del cuartel fascinados: aquellos uniformes y armas adquirían ante nosotros la categoría del valor y la hazaña.
Los sábados a la tarde el portón de la ESMA era un alboroto festivo. Los marineros salían de franco en impecables filas de cuerpos gallardos, luciendo uniformes tan blancos que las vecinas, al verlos, decían que eran "como palomas", mientras las chicas más grandes se acercaban a mirar con coquetería provinciana. Entonces se acostumbraba una travesura infantil: "¿Marinero bueno o malo?", les gritábamos a los cadetes que se iban a tomar el tren a la estación; y si se daban vuelta sonriendo eran buenos, y si seguían caminando sin girar la cabeza eran malos. Casi todos eran buenos.
Muchos años después, la sigla ESMA cobró esa oscura notoriedad de la ignominia, de la que es inútil querer olvidarse. Recuerdo cómo me impresionó aquel relato de Magdalena Ruiz Guiñazú, en los primeros años de la democracia, cuando describió que, al pasar ante la ESMA tantas veces, en vísperas de fin de año, veía uno de los pinos del parque armado como un bello y pacífico arbolito de Navidad, adornado por luces de colores. Y que ella no podía dejar de pensar que en aquellos tristes años, en las mazmorras clandestinas situadas a metros del arbolito, se retorcían de dolor los torturados.
Yo tuve un amigo de apellido Obregón cuyo padre fue suboficial de la armada en aquellos tiempos míos inocentes. El profesor de dibujo de la escuela José María Cullen, a unas cuadras, solía sacarnos a la calle a pintar manchas. Cierta vez, el motivo era aquella escuela de los marineros. Creo haber pintado una casa blanca rodeada de árboles, y el mástil con la bandera argentina flameando. El profesor Juliá me felicitó por el dibujo porque, me dijo, no le había dado una atmósfera dura de cuartel sino un aura feliz de escuela de soldados que aprendían a defender a la patria.
Cuando ahora paso en auto por la ESMA, por la avenida Lugones, noto que hago un movimiento espontáneo e instintivo: miro hacia las ventanas cerradas del cuartel, imagino algo y enseguida miro hacia el río.
Como quería Rudyard Kipling, hay que contar la fáe;bula pero no la moraleja.
(c)
La Nacion