Pequeñas cosas que importan mucho
Solemos pasar por alto las pequeñas cosas que importan mucho. Buscando méritos en lo grande, olvidamos, muchas veces, reconocer el valor de lo pequeño. Y, por perseguir recompensas mensurables, tendemos a dejar de lado acciones cotidianas que transforman y revolucionan vidas.
En los últimos años, mi familia tuvo el privilegio de experimentar la enorme riqueza de lo más pequeño: desde 2018 somos familia de acogimiento, cuidando a niños en tránsito, albergándolos, a veces, desde la primera semana de su vida; como si fuesen hijos (para mis padres) y hermanitos (para mí y mis hermanos). “Como si fuesen” porque no lo son.
Recuerdo, por la contundencia del mensaje, que una de las trabajadoras sociales del Programa de Acogimiento Familia, del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, cuando nos entrevistó al comienzo del proceso de incorporación, nos dijo que esta acción era tan altruista, desinteresada a tal punto que lo más probable era que el bebé que acogiésemos no recordara quiénes habremos sido nosotros en su vida, pero que esta, a partir de nosotros, habrá cambiado para siempre.
En ese momento profundo, pensé en el rey de Salem, quien sabiamente aconsejó a Santiago, en El Alquimista, de Paulo Coelho. Después de animar al joven muchacho a buscar su Leyenda Personal, el viejo rey se cuestionó no haber impregnado su nombre en la historia del protagonista. Sabía que nunca más volvería a ver a Santiago. “Lástima que se olvidará enseguida de mi nombre –pensó–. Debería habérselo repetido varias veces”. Después miró hacia el cielo, un poco arrepentido. No obstante, deseó íntimamente que el muchacho tuviera éxito.
Enseguida, pensé en el Principito y su flor. Creía que no iba a volver jamás. Y cuando regó por última vez la flor, y se dispuso a ponerla al abrigo, descubrió que tenía deseos de llorar. “Adiós”, dijo a la flor. Pero la flor no contestó. “Adiós”, repitió.
En cierto modo, nos inclinamos muchas veces a buscar lo mismo: amar poseyendo. Pero, en realidad, eso significa “querer”, que es pretender tomar posesión o hacer nuestro lo que no nos pertenece: la leyenda personal de Santiago, la flor del Principito, el niño en tránsito. No obstante, dice acertadamente el poeta: “La rosa es sin por qué, florece porque florece, no tiene preocupación por sí misma, no se pregunta si alguien la ve”.
Así es el despliegue de una familia de acogimiento, es un amor puro y desinteresado, entero y sin deseos de posesión; porque, inevitablemente, después del asignado tiempo de cuidado, la familia de acogimiento se desprende del niño, aunque no sin esperanza. ¿Cómo hacen? ¿No sufren?, nos preguntan a diario. El truco –decía Cortázar– es volverse fuerte de corazón sin perder la ternura del alma.
Incluso al final del camino con esta entrega (literal), el amor brindado no se vuelve un amor a contraluz, donde el foco se desvía de la persona. Todo lo contrario: resulta en un amor con rostro y detalle, donde cada niño es una historia única. Es en lo pequeño donde encontramos más espacio para el alma.
Dedico con profunda admiración estas palabras a todas las familias que realizan esta tarea bella y silenciosa (pero no exenta de llantos de bebés); compartiendo este pequeño retrato del corazón de mis padres y mis hermanos, que es solo un destello de acciones diarias llenas de pañales, ausencia de sueño y un amor desbordado que redibuja constantemente nuestra geografía interior para mejor.