Penosas consecuencias del intervencionismo estatal
La tensión en Ucrania vuelve a poner de manifiesto que, más allá del avance de la globalización (profundizado de algún modo como consecuencia de la pandemia) y de los procesos de integración regional, en este contexto internacional volátil, incierto, complejo y ambiguo ningún país que pretenda ser soberano y autónomo puede carecer de un aparato estatal capaz, eficaz y eficiente para brindar bienes públicos. Esto incluye garantizar la integridad territorial y la facultad para responder a viejas y nuevas amenazas como el narcotráfico, el terrorismo, la ciberseguridad y otras redes de crimen organizado. Pero abarca también la educación, la salud, la justicia, el cuidado del medio ambiente y la infraestructura. Se trata de los pilares fundamentales para constituir una sociedad moderna, democrática, integrada, con mecanismos de movilidad social ascendente y posibilidades concretas de resolver sus principales problemas. Sin embargo, de ningún modo son suficientes.
La sociedad civil también juega un rol clave. No solo para vigilar, controlar y denunciar los habituales abusos, desatinos y errores que siempre existen en la esfera pública estatal fruto de los inadecuados procesos de diseño, implementación y auditoría de los programas o de las decisiones de gobierno y que explican desde decisiones absurdas e improvisadas hasta el establecimiento de mecanismos de corrupción sistematizada. La sociedad civil tiene un papel fundamental para fomentar la diversidad y alimentar el debate de ideas y propuestas en torno a una agenda cada vez más amplia y enmarañada de cuestiones que conforman, en conjunto, el abigarrado mundo de lo público no estatal. Nuestra ciudadanía –veterana de mil batallas, resiliente, emancipada de los caprichos de las burocracias– cambia, se adapta a entornos confusos y trata de seguir peleándola con lo que tiene a su alcance. Esa dinámica implica la definición de prioridades que no siempre (casi nunca) coinciden o están alineadas con las de los gobernantes, que recurren a métodos imperfectos (sondeos, grupos de foco, charlas personales con gente de carne y hueso) para identificar y comprender las vicisitudes de la vida cotidiana.
Una sociedad civil fuerte, diversa, autónoma, fecunda en iniciativas de todo tipo, innovadora para imaginar soluciones disruptivas y que renueve y oxigene los liderazgos públicos y privados constituye una fuente permanente de recursos estratégicos para contribuir con un proceso de desarrollo integral (económico, político, social y cultural). Como en la práctica rara vez el Estado provee los bienes públicos fundamentales (por el contrario, se convierte en uno de los principales generadores de problemas) resulta imperioso poner límites a la arbitrariedad, luchar contra la ineficiencia y los privilegios que suelen multiplicarse ante la ausencia de controles efectivos y garantizar el imperio de la ley y las libertades individuales. Se cometieron, y se siguen cometiendo, atrocidades espantosas en nombre de objetivos loables como la soberanía, la identidad nacional y la igualdad.
Estado y sociedad deben complementarse y promover vínculos cooperativos fluidos y fértiles, aunque sea inevitable (y necesario) que existan tensiones y conflictos. Siempre aparecerán temas o decisiones controversiales que generarán visiones contrapuestas y distintas perspectivas. Esto alimenta el debate ciudadano y, si el sistema político funciona mínimamente bien, enriquece las propuestas de política pública.
Hasta aquí, la teoría, el modelo al que deberíamos aspirar. La realidad es mucho menos edulcorada, y no solamente en la Argentina. Muchos gobiernos o funcionarios estatales recelan de las organizaciones de la sociedad civil (OSC), sienten que compiten o cuestionan su autoridad y por eso intentan regularlas, cooptarlas o desarticularlas. Por el contrario, algunas son creadas o con el tiempo controladas como parte de estrategias partidarias o ideológicas, dado el desprestigio de los partidos y de “la política”, para influir en la opinión pública desde un espacio en apariencia más “independiente”. Así, los vínculos entre los ámbitos público estatal y no estatal se vuelven porosos y hasta tóxicos, en particular cuando se entremezclan intereses partidarios, personales o financieros. En esos escenarios, se pierde la objetividad y aparecen dobles estándares, umbrales altos de hipocresía y actitudes o comportamientos mezquinos.
Dicho esto, debe repudiarse de forma categórica el comportamiento de José Schulman. Su renuncia como presidente de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) obliga a revisar los criterios de reclutamiento y promoción de líderes de esta clase de organizaciones y no debe desalentar la investigación que la Justicia ya inició.
Las entidades defensoras de los derechos humanos cumplieron un papel esencial durante la última dictadura y al inicio de la democracia, a la que ayudaron a consolidar. Pero muchas experimentaron un proceso de degradación en el marco de una fuerte politización, con un giro hacia posiciones de la clásica izquierda populista. Esto se profundizó a partir del primer gobierno kirchnerista, en consonancia con la ampliación exponencial del tamaño del Estado, tanto en el orden nacional como en los niveles provincial y municipal. Como en un juego de suma cero, la reconstrucción del liderazgo presidencial y la pulsión estatista que caracterizan al kirchnerismo implicaron la retracción de la sociedad civil, profundizada por el paralelo deterioro de los mecanismos de mercado, la fuga de capitales, el exilio fiscal de capitalistas y emprendedores y la reducción de la inversión extranjera directa.
Así, la llama que había ardido con tanta fuerza durante la transición democrática y que luego había planteado debates centrales sobre transparencia, federalismo, calidad institucional y educación, se fue apagando y dejando a la sociedad adormecida frente a un Estado elefantiásico, opaco y perverso, multiplicador de la pobreza mediante la inflación, cooptado por una élite inepta y obsesionada con el statu quo. Esto permite comprender al menos en parte la actitud soberbia y autoritaria y el curioso empoderamiento de Schulman (“te puedo hacer meter en cana”). ¿Cómo puede un supuesto defensor de los derechos humanos actuar con semejante violencia e impunidad?
Algunos sellos del pasado se convirtieron en meros kioscos para capturar recursos públicos, permitiéndoles a sus líderes desarrollar mediocres carreras políticas. ¿La contraprestación? Participar de movilizaciones con fines espurios (como el acto contra la Corte Suprema de Justicia), ser parte de maquinarias electorales e integrar la claque de aplaudidores oficialistas. La cooptación de OSC incluyó grupos piqueteros, barras bravas, artistas, intelectuales y hasta empresarios pyme, sumados a otros estamentos tradicionalmente muy politizados como el sindicalismo.
Finalmente, nacida en 1937, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre estuvo históricamente vinculada al Partido Comunista y, más allá de los ideales originales, fue cómplice de las atrocidades cometidas por la Unión Soviética en las invasiones a Hungría y Checoslovaquia, y del coqueteo del PC con el golpe militar de 1976. Y como casi todo el “progresismo” vernáculo, a diferencia del presidente electo chileno, Gabriel Boric, ignora las denuncias sobre sistemáticas violaciones a los derechos humanos en Cuba, Nicaragua y Venezuela.