Peligroso fallo de la Corte
La aplicación retroactiva de las Convenciones Internacionales de Derechos Humanos resulta improcedente en el derecho argentino pues, según el Art. 27 de la Constitución Nacional, los tratados deben cumplimentar los principios de derecho público establecidos en la Constitución. Ello comprende todas las garantías que expresa o implícitamente surgen de la primera parte de esa Constitución, entre las que se encuentran el principio del juez natural, la cosa juzgada, la prohibición de juzgar dos veces por la misma causa, la irretroactividad de las leyes penales, los beneficios de la ley más benigna, etc. Todas esas garantías forman parte del derecho penal liberal, consagrado en los Estados regidos por democracias constitucionales, y que ahora, nosotros, tiramos por la borda en un acto supremo de anomia.
La reforma constitucional de 1994 no dispuso la primacía de las normas internacionales sobre las garantías constitucionales. Por el contrario, el inc. 22 del Art. 75 estableció respecto de aquellas normas (las Convenciones de Derechos Humanos) que "en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarias de los derechos y garantías por ella reconocidos".
No corresponde revisar la constitucionalidad de esas leyes, porque la Corte las declaró constitucionales hace muchos años. Las llamadas leyes del perdón ya se han aplicado y han surtido efectos. Y declararlas ahora inconstitucionales, o anularlas como lo ha hecho también el Congreso, significa dejar de lado principios que están también en la Constitución y en tratados internacionales. La decisión de la Corte se contrapone al Preámbulo de la Constitución ya que no contribuye a consolidar la "paz interior".
Por eso, cuando se necesitó tomar aquellas decisiones, dijimos que una sociedad democrática, ansiosa de vivir plenamente en democracia, debía hacerlo bajo la justicia y no bajo el olvido. Pero una sociedad igualmente democrática y ansiosa de vigorizar una democracia tenía y tiene absoluta necesidad de no permanecer prolongando indefinidamente el desasosiego sobre inocencias o culpabilidades.
En cuanto a los indultos, una vez dictados, producen un efecto que ya no se puede modificar por medio de una determinación judicial. Es una facultad del Presidente, que podrá gustar o no, pero está en la Constitución. Aún en el caso de indultos de procesados, sólo el destinatario podría cuestionarlo alegando a su favor la necesidad de cumplimentar el "principio de inocencia".