Pecar es humano, perdonar es divino
El Papa autorizó a los sacerdotes a extender la facultad de perdonar un pecado en particular, el aborto, mientras dure el año del Jubileo de la Misericordia desde el próximo 8 de diciembre de 2015 hasta el 8 de diciembre de 2016. Naturalmente, el perdón papal se extiende a las mujeres que abortaron y que se arrepienten.
En este punto reina la asimetría. La capacidad de los seres humanos para pecar es finita, limitada como nosotros mismos, mientras la capacidad de Dios para perdonar es infinita. Cuando se habla de la capacidad de Dios para perdonar, por eso, ya no hablamos de su justicia, sino de su misericordia, apelando a otro concepto más misterioso, de mayor alcance, que pertenece a la teología. La Creación entera entra, así, dentro del capítulo de las libertades de Dios para beneficiar al hombre, sin reclamar una contrapartida de su parte.
Esta distinción nos hace recordar el concepto de "la paciencia de Dios" del que habló Ratzinger, un concepto ilimitado, inabordable, en última instancia inexplicable, porque tiene que ver con la libertad del Creador para perdonarnos y para liberarnos de nuestras propias faltas aunque no lo hayamos merecido. Nosotros somos tan finitos como nuestras faltas. Por encima sobrevuela la infinita, la incomprensible, paciencia de Dios. Todo ocurre a partir del contraste entre la finitud del hombre y la infinitud de su Creador. Los dones, los regalos, no se explican. Simplemente, se reciben y se dan. Dios crea y perdona, en ejercicio de su libertad. El hombre peca y a veces pide perdón, en ejercicio de su precariedad.
Todo esto es inexplicable para el hombre y pertenece al largo capítulo de la paciencia de Dios, una paciencia que se detiene, empero, cuando media la voluntad en contrario del propio hombre. Somos una raza bendecida por Dios a pesar nuestro, a pesar de nuestras propias falencias. Y somos una raza que recibe los dones de Dios sin haberlos merecido, pero que puede recuperarlos cuando, sin merecerlos, los retiene. Este argumento teológico renace desde otro misterio: la tentación de Dios para perdonarnos cuando extiende los límites de su perdón hasta confundirlos con la raíz de su graciosa inclinación por el hombre; lo que podría denominarse "el favoritismo de Dios". ¿Por qué nos ha favorecido el Creador? ¿Por qué nos hemos dado el lujo de subestimar una y otra vez sus dones?
Estas preguntas se inscriben en el capítulo siguiente, el del favoritismo de Dios. La Creación ¿en verdad ha favorecido a la raza humana o sólo a parte de ella? ¿No hay acaso seres humanos injustamente desdichados? Algunos antiguos pensaban que los seres humanos injustamente desdichados harían bien en quitarse la vida. La vida es, en todo caso, un don incierto, y hasta que no termina, es imposible pronunciarse definitivamente acerca de ella.
Aun a aquellos a quienes les ha ido hasta hoy mal, ¿con qué derecho desecharían la esperanza de lo por venir? Hay, si se puede hablar así, una esperanza residual en lo que todavía no pasó y es muy difícil rechazarla sin argumentos valederos. Si admitimos que el futuro, por serlo, es incierto, ¿con qué derecho eliminaríamos la esperanza de lo nos queda por hacer?
Nietzsche escribió: "¿Esto era la vida? Bueno, que venga otra vez". Los que disientan sobre esta frase, sin embargo, no se han suicidado hasta la fecha. Quizás adhieren todavía a la afirmación de Nietzsche, aunque no la suscriban. Aquellos que podrían reforzar sus argumentos en favor del optimismo también podrían apoyarse en la intuición de lo que ven en torno. Por todas partes, florece la vida. Cuando ella está por cesar, quedan los afectos. Lo que hemos vivido, también es parte de la vida.
Habría que preguntarse, en fin, si lo que hemos vivido valió la pena. Aun si suscribiéramos el nihilismo de Sartre, diciendo con él que "el hombre es una chispa entre dos nadas", valió la pena vivirla. Sartre, por lo pronto, no se suicidó. En el fondo todo nihilista se contradice a sí mismo nada más que por vivir. En esto reside, finalmente, su razón.