Leé un fragmento de Paul Verlaine por fin va a descansar, que Rubén Darío publicó en LA NACION
El texto fue una de las numerosas colaboraciones del escritor en este diario, entre 1894 y 1897
Y al fin vas á descansar; y al fin has dejado de arrastrar tu pierna lamentable y anquilótica, y tu existencia extraña llena de dolor y de ensueños, ¡oh pobre viejo divino! Ya no padeces el mal de la vida, complicado en ti con la maligna influencia de Saturno.
Mueres, seguramente en uno de los hospitales que has hecho amar á tus discípulos, tus "palacios de invierno", los lugares de descanso que tuvieron tus huesos vagabundos, en la hora de los implacables reumas y de las duras miserias parisienses.
Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos, de los hijos de tu espíritu, de los jóvenes oficiantes de tu iglesia, de los alumnos de tu escuela, ¡oh lírico Sócrates de un tiempo imposible!
Pero mueres en un instante glorioso: cuando tu nombre empieza á triunfar, y la simiente de tus ideas, á convertirse en magníficas flores de arte, aun en países distintos del tuyo; pues es el momento de decir que hoy, en el mundo entero, tu figura, entre los escogidos de diferentes lenguas y tierras, resplandece en su nimbo supremo, así sea delante del trono del enorme Wagner.
El holandés Bivanck se representa á Verlaine de hospital como un leproso sentado á la puerta de una catedral, lastimoso, mendicante, despertando en los fieles que entran y salen, la compasión, la caridad. Alfred Ernst le compara con Benoit Labre, viviente símbolo de enfermedad y de miseria; antes León Bloy le había llamado también el Leproso en el portentoso tríptico de su "Brelan", en donde está pintado en compañía del Niño Terrible y del Loco: Barbey d' Aurevilly y Ernesto Helio. ¡Ay, fué su vida así! Pocas veces ha nacido de vientre de mujer un sér que haya llevado sobre sus hombros igual peso de dolor. Job le diría: "¡Hermano mío!"
Yo confieso que después de hundirme en el agitado golfo de sus libros, después de penetrar en el secreto de esa existencia única; después de ver esa alma llena de cicatrices y de heridas incurables, todo el eco de celestes ó profanas músicas, siempre hondamente encantadoras; después de haber contemplado aquella figura imponente en su pena, aquel cráneo soberbio, aquellos ojos obscuros. aquella faz con algo de socrático, de pierrotesco y de infantil; después de mirar al dios caído, quizá castigado por olímpicos crímenes en otra vida anterior; después de saber la fe sublime y el amor furioso y la inmensa poesía que tenían por habitáculo aquel claudicante cuerpo infeliz, sentí nacer en mi corazón un doloroso cariño que junté á la grande admiración por el triste maestro!
A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme á él. Este amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus "Sensaciones de Arte", en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais. "Y allí le encontré siempre dispuesto á la burla terrible, en una cama estrecha de hospital. Su rostro enorme y simpático cuya palidez extrema me hizo pensar en las figuras pintadas por Ribera, tenía un aspecto hierático. Su nariz pequeña se dilata á cada momento para aspirar con delicia el humo del cigarro. Sus labios gruesos que se entreabren para recitar con amor las estrofas de Villón ó para maldecir contra los poemas de Ronsard, conservan siempre su mueca original, en donde el vicio y la bondad se mezclan para formar la expresión de la sonrisa. Sólo su barba rubia de cosaco, había crecido un poco y se había encanecido mucho."
[...]¡Dios mío! aquel hombre nacido para las espinas, para los garfios y los azotes del mundo, se me pareció como un viviente doble símbolo de la grandeza angélica y de la miseria humana. Angélico, lo era Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Jacoponc de Todi, desde el Stabat Mater ha alabado á la Virgen con la melodía filial ardiente y humilde de "Sagesse"; lengua alguna como no sean las lenguas de los serafines prosternados ha cantado mejor la carne y la sangre del Cordero; en ningunas manos han ardido mejor los sagrados carbones de la penitencia; y penitente alguno se ha flagelado los desnudos lomos con igual ardor de arrepentimiento que Verlaine cuando se ha desgarrado el alma misma, cuya sangre fresca y pura ha hecho abrirse rítmicas rosas de martirio.