Paul Bowles, el extranjero perfecto
Estadounidense de origen, pero nómade por elección, fue uno de los grandes cuentistas del siglo XX, como atestigua una nueva antología
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No siempre quien mejor cuenta su vida es el implicado. Without Stopping, la autobiografía de Paul Bowles (1910-1999), es ineludible, pero también desconcertante. El desconcierto proviene de la monótona velocidad crucero de la prosa, que apenas jerarquiza hechos. Lo que sea, fue adrede. A Paul Bowles –hacía ya años instalado como expatriado en Tánger, la ciudad marroquí que enfrenta a Gibraltar– no le gustaba que se lo tomara por una curiosidad, pero menos le gustaba escribir a pedido. Without Stopping era, en efecto, un encargo en tiempos de vacas flacas. El libro (se tradujo como Memorias de un nómade) acopia apuntes de vida sin volver la vista atrás, como respetando la deriva sin pausa del título original. Es más un esqueleto de secuencias, según confiesa Bowles al final del libro. “Escribir una autobiografía es, en el mejor de las casos, una especie de periodismo en que el reporte, en vez de relato de un testigo ocular del evento, es solo la memoria de lo último que se recordó”.
La versión que da el escritor sobre sus errancias puede ser más desconfiada que la propuesta por algún biógrafo (C. Sawyer-Laucanno, por ejemplo, el autor de El espectador invisible), pero tiene el pulso verídico de toda transición. A Bowles le quedaban casi treinta años de vida cuando publicó Without Stopping (en 1972), pero con ese libro cerraba un ciclo. Definitivamente afincado en Tánger, muerta poco después su mujer, que pasó los últimos años aquejada por la enfermedad, su nomadismo se iría atenuando. De estar en los márgenes pasaría a autor de culto, el término con que suele designarse a los que no encajan bien en ningún canon.
Todavía hoy hay algo resistente en las narraciones de Bowles, ese extranjero perfecto, atento al absurdo del mundo, pero que en una playa africana nunca hubiera reaccionado como el impulsivo Meursault. En el prólogo a la reciente edición de Cuentos selectos (Edhasa), Guillermo Saavedra, también compilador, encuentra una definición de su estilo: a medida que va puliéndose su oficio, dice, Bowles alcanza una forma única “de connotar hechos y emociones, como si su autor fuese una suerte de Chejov trasplantado desde la helada estepa rusa hasta el tórrido norte de África”. Tácitas quedan, claro, las pulsiones norteamericanas intermedias. También Ernst Hemingway abrevó en la concentrada concisión del escritor ruso, al igual que más tarde lo haría Raymond Carver.
La originalidad de Bowles es que su condición estadounidense no es tanto una identidad afirmativa como residual. En el principio hubo una huida: la del hijo de familia acomodada que no se siente en su piel. Pronto se transformó en una inquietud paradójica, que encontrará su mejor síntesis en la diferencia entre turista y viajero que figura en El cielo protector (1949) : el primero piensa en volver después de un período dado; el segundo se demora, se desplaza con lentitud de un lado a otro de la tierra. Bowles fue para siempre de los últimos.
Las escalas fueron muchas y los desvíos, no solo en términos geográficos, numerosos. Todavía adolescente Bowles fue a estudiar a la universidad de Virginia (porque lo había hecho su admirado Edgar Allan Poe) para casi de inmediato partir en secreto a Europa. Gertrude Stein, matrona de la vanguardia y consejera de la Generación Perdida, lo desalentó en relación a la poesía y, entre idas y vueltas a Estados Unidos, el joven Paul decidió convertirse en compositor, a pesar de lo modesto de su formación musical.
Bowles visitaría Tánger por primera vez a comienzos de los años treinta acompañando al compositor Aaron Copeland, del que era discípulo y amante, cuando la literatura había dejado de figurar en su horizonte. Solo recuperaría esa vocación al conocer a Jane Auer, pronto devenida Jane Bowles. Él, que por entonces escribía sobre todo música incidental para obras teatrales como las de Tennessee Williams (encargos sujetos a plazos de entrega y otras ansiedades), decidió probar suerte con una novela solo para seguir el ejemplo (según confiesa en sus memorias) de Jane, que poco antes había publicado la formidable Dos damas muy serias. Después de “Un episodio distante” y algún otro relato aparecido en revistas, se lanzó a escribir El cielo protector, novela que, aunque había sido contratada con antelación por una gran casa de edición, fue rechazada una y otra vez para –anota Bowles al final de su vida, después de una larga historia de fidelidad con editoriales independientes– hallarse cincuenta años después “en mejores condiciones que su autor”.
Bowles no es el único compositor devenido escritor (el otro es Anthony Burgess, otro inquieto impenitente), pero lo singular es que –según definió alguna vez un crítico– su música y sus ficciones parecen obras de autores distintos: la primera es luminosa y enérgica; las segundas, oscuras y tortuosas. El cielo protector –que lleva un misterioso epígrafe del argentino Eduardo Mallea– se centra en un matrimonio al borde de la disolución que viaja con un amigo por el desierto subsahariano. Tal vez porque sabía que se iba a tomar a la novela por autobiográfica (Jane, en realidad, nunca había pisado todavía suelo africano), Bowles decidió que el personaje principal, el que podía identificarse con él, muriera en mitad de la novela, dejando a la contraparte femenina librada a su suerte. Es la primera contravención narrativa de una obra que hará de esos efectos inesperados un recurso frecuente.
Paul y Jane –que formaron una pareja duradera, a pesar de las preferencias amatorias de ambos por las personas de su mismo sexo– usaron Tánger en un principio más como base a la que volver antes que como residencia fija. Luego de Déjala que caiga, para escribir su tercera novela, La casa de la Araña (1955), Bowles se instaló en una casa en la otra punta del mundo: Ceilán. Pero la ciudad marroquí –que hasta 1956 fue zona internacional– facilitaba el arribo de conocidos en busca de una liberalidad que todavía no había en casa. Así, siguiendo el señuelo de Bowles, pasaron los beats (de Ginsberg a Gregory Corso) y escritores como Gore Vidal o Truman Capote. William Burroughs –que transcurrió lo peor de su adicción a la heroína en Tánger y escribió ahí, sin recordarlo, El almuerzo desnudo– quedó como admirador devoto. El final de El cielo protector, decía, es tan fundamental para la literatura como El gran Gatsby o “Los muertos”, el cuento de James Joyce.
Bowles era, si se quiere, un dandy sociable, pero también un asceta. Sus muchos relatos (escribió cerca de sesenta) son especímenes de una sequedad insólita, descarnada. La tradición de autores que acuden a otros escenarios es amplia en el mundo anglosajón (el propio Burgess comenzó con su trilogía malaya y situó uno de su serie de Enderby en la misma Tánger), pero a Bowles podría considerárselo el continuador radical de un clásico precursor: Un pasaje a la India (1924). La novela de E.M. Forster –que focaliza en el supuesto intento de abuso de un local hacia una inglesa– termina por concluir, con temprana clarividencia anticolonialista, que entre dos culturas distantes siempre habrá una última brecha de extrañeza.
Los cuentos de Bowles –la mayoría se sitúa en su amado mundo árabe africano, pero también en América Central o Tailandia– comparten ese pesimismo pero con aparente indiferencia. Se abren a esos mundos ajenos oscilando entre lo mítico, lo realista, incluso lo fantástico, sin emitir un solo juicio. Los personajes occidentales suelen desmoronarse en ese ambiente refractario, pero en el retrato que se plasma de ese universo amenazante hay siempre un derecho al misterio. A Bowles no le faltan piezas breves insoslayables: “Un episodio distante” y “El valle circular” son ejemplos a mano en Cuentos selectos. También figura “La delicada presa”, un ejemplo de obra maestra escueta, de poco más de diez páginas. Tres mercaderes bereberes deben internarse en territorios donde reinan tribus dedicadas al saqueo. No es ese el riesgo con que se encuentran, sino con un hombre solitario. Lo que termina por ocurrir tal vez no sea sorpresa, pero sí cómo ocurre. La escena de mutilación –una de las más frías y bárbaras de las que tenga noticia la literatura, de Poe para acá– y la venganza posterior bien pueden ser verosímiles, pero también, a falta de comentarios, todo se transforma en un cuento de terror sin atenuantes. Los otros –es la máxima oculta en la narrativa de Bowles– no son tanto el infierno como lo inexplicable.