Patricios y rastacueros
En las últimas décadas del siglo XIX se desató una guerra sorda en la alta sociedad porteña entre las familias aristocráticas consolidadas en su prestigio y la nuevos ricos que buscaban el reconocimiento social
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En las últimas décadas del siglo XIX, en la cúspide de la pirámide social porteña hubo una guerra sorda. La modernización de la ciudad de Buenos Aires y las olas inmigratorias trajeron consigo una gran cantidad de extranjeros con iniciativa, buenas ideas y olfato para los negocios que pudieron desarrollarse económicamente. Entonces se produjo el inevitable choque entre las familias patricias, dueñas hasta entonces de la riqueza y el prestigio en el imaginario social, y los nuevos ricos que, con una enormidad de dinero en sus alforjas, hacían lo imposible, sin éxito, para acceder a lugares y posiciones que les permitieran alcanzar el reconocimiento del que gozaba ya la aristocracia porteña.
Uno de los escenarios donde esta disputa entre la tradicional clase alta y la nueva y ascendente burguesía recién llegada es el reconocido Club del Progreso, una entidad ubicada en una ostentosa mansión de la calle Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), donde lo más granado de la sociedad se daba cita para participar de veladas de discusión política, bailes y comidas de alto nivel. Pues bien, a partir de la década de 1880, este lugar de inmaculada aristocracia comenzó a dejarse permear por el acceso de inmigrantes enriquecidos gracias al comercio, la especulación o la política.
Demoledor, Lucio V. López describió así en su obra La gran aldea a estos recién llegados al club del Progreso: “¡Cuánta cara foránea, ahorcada por cuellos anticuados, encorbatada de raso tórtola, bizantinamente enfrascada con pantalón en forma de tubo y botines de brasileño guarango”. Tal descripción expresaba el temor de la añosa alcurnia criolla, que se daba cuenta que con tener un buen apellido ya no alcanzaba para mantener el status. Los dueños de las nuevas fortunas habían llegado para quedarse.
Y acá viene la parte que más me gusta, porque disfruto de la forma en que los cambios sociales dejan su huella en el lenguaje. Es que la aversión de las elites por estos “arribistas” y “buscadores de prestigio” también se hizo presente en el idioma cotidiano, ya que, para describir estos nuevos ricos o más bien para denostarlos, surgió la palabra “rastacuero”, que, aunque no con frecuencia, se sigue utilizando hasta el día de hoy.
La expresión, según la RAE, se usa en la Argentina para referirse a una persona “inculta, adinerada y jactanciosa”, mientras que para el lunfardo, el término define a “un individuo que alardea de fortuna derrochando dinero”. En ambos casos se trata, para resumir, de un millonario sin clase.
El origen de este vocablo se remonta al francés, rastaqoure, que viene de una obra teatral estrenada en París hacia 1880. Según explica el historiador Alberto Figueroa, rastacuero hace referencia a los sudamericanos que llegaban a Europa en los mismos barcos que transportaban en sus bodegas cueros de vaca de los campos criollos. Estos hombres llegaban al viejo continente “arrastrados” por esta riqueza pecuaria y pretendían adquirir allí refinamiento y buenos modales. Pero, por lo general, regresaban a Buenos Aires igual o más rústicos de como se habían ido.
Otro de los lugares donde los nuevos ricos expresaban sus ansias de figuración era en las notas sociales. El periodista Fray Mocho recreaba en sus crónicas las peripecias de una familia de clase media en ascenso para lograr su cometido de que su apellido apareciera en alguna revista. “Figurese que hasta en el casamiento de mi sobrina nos pusieron entre los etcétera”, se quejaba la jefa de familia, que denotaba con ese “etcétera” que la habían dejado perdida en el anonimato.
El afán por destacar socialmente continuaba entre estos nuevos y también viejos ricos hasta después de la muerte. Es que no se podía ser un finado de categoría si un carruaje de la empresa Lázaro Costa tirado por caballos no llevaba al cuerpo a su postrer descanso haciendo un paso por Florida, la más pituca de las arterias porteñas. Rastacueros o patricios. Como siempre, la parca los igualaba a todos. Incluso en su vanidad.