Patio chico, patio grande
El patio de la escuela es un territorio vasto; más grande o más chico, no importan las dimensiones, es emocionalmente extenso. Democrático (¿quién no tuvo uno y quién no lo recuerda?), es un campo de juego y a veces de batallas, donde hay diversión, dominios, muchas palabras dichas todas juntas y silencio de secretos. Aunque de adulta varias veces lo haya vuelto a sobrevolar como escenario de alguna anécdota inolvidable, no tenía tan en claro lo estimulante que podía ser evocarlo hasta ahora, que hice foco en los detalles: siendo una pésima dibujante, me puse a trazar con una birome negra sobre el papel blanco un croquis de ese gran pulmón de manzana en Colegiales con la intención de recuperar todavía más información de sus rincones. Hice rayitas superficiales en el piso para marcar lo áspero de las baldosas cuadradas y rayones pronunciados para poner peso concreto a los escalones de piedra; en el fondo, cayéndose de la hoja (literalmente, me salí del borde), unos garabatos dan idea de la zona arbolada.
Toda esta memoria empezó a funcionar hace unas semanas mientras leía Gema, el nuevo libro de Milena Busquets, sobre una escritora de cuarenta y tantos que se encuentra con el fantasma de una vieja compañera de colegio, muerta de leucemia cuando tenían quince años. La protagonista, narradora y alter ego de la autora catalana, evoca desde las primeras páginas la última vez que cree haber visto a su amiga de la infancia en el mismo viejo patio donde su madre le notificó un día la grave enfermedad que sufría su padre. Dice que era una estructura de cemento, rodeada de edificios color arena, con unos setos divisores de espacios y matorrales que tarde o temprano servirían de biombo para ocultar algún cigarrillo fumado a escondidas. “Quizá, de todos los sitios del mundo el que menos importa que sea feo sea el colegio”, reflexiona volviendo a los zapatos de su yo adolescente. Pero luego menciona la escalera de piedra y es entonces cuando instintivamente levanto la vista de la hoja para confirmar que, tres décadas más tarde, todavía sigue ahí, en mi pierna izquierda, la secuela de una fricción contra las lajas altas, grises y afiladas que conducían al gran mástil. Hoy la rodilla está más regordeta, pero la huella quedó marcada.
En el patio grande –al que accedíamos de “grandes”– pasaban las cosas importantes, el recreo largo daba tiempo para terminar de contarnos lo que no habíamos alcanzado a decirnos en la llamada telefónica de la noche anterior y la amplitud del espacio favorecía a la formación de grupos por afinidades de toda clase, incluso, daba lugar para las que preferían tirarse al sol o adormilarse en la sombra. En el fondo, la puerta del kiosco la atravesaba quien tuviera la fortuna de llevar algún billete para invertir, y en el medio, un gran portón de acceso vedado conducía al “taller de José María”, quien por mucho tiempo fuera el único hombre que frecuentaba los pasillos de un colegio de monjas (más tarde tuvimos un catequista de barba larga, un profesor de geografía y, finalmente, el preceptor de 5to, gran cómplice de nuestra división).
El patio chico, en cambio, estaba casi reservado a la primaria, que iba a clases por la tarde, pero tenía su momento estelar durante el segundo semestre, con las primeras mañanas templadas, cuando se sacaba la foto grupal. Entonces, indefectiblemente todas posábamos formadas delante de la virgen. De este último historial de imágenes vuelvo a ver ahora la de 1994, el año de mi egreso como perito mercantil. Pareciera que fuéramos 22, pero en verdad hay allí 23 mujeres: aunque todavía no se la pudiera mirar a los ojos, ya estaba entre nosotras la hija de una de mis grandes amigas de la infancia. Busquets dice en su libro que esos retratos poseen una profunda verdad, que dejan ver quiénes somos y seremos. “Si uno se fija –escribe–, ya todo está allí: la determinación, la curiosidad, la timidez, la alegría, la confianza, el orgullo. Deberían ser nuestras fotos de carnet hasta la eternidad”. Puede ser.