Pasiones urbanas: teatro y psicoanálisis
Quienes hemos pasado por la experiencia psicoanalítica sabemos que no se trata de un juego superficial sobre qué nos conviene hacer en cada momento de la vida, sino, por el contrario, se acerca más a enfrentarnos con nuestros deseos más profundos que a mostrar los trillados caminos del sentido común. De ahí que obras como Bajo terapia, Toc toc o Casi normales, que ofrecen una versión edulcorada de los conflictos humanos, estén muy lejos de una mirada psicoanalítica. Hay que reconocer que en una ciudad como Buenos Aires la temática psicológica prende como anillo al dedo. Pero en esa facilidad también acechan los peligros. Pensar que el psicólogo es un amigo que nos banca está lejos de lo real del psicoanálisis.
En cada uno de estos taquilleros espectáculos hay un momento de verdad, o por lo menos de intuición, sobre algunas de las cosas que nos ocurren a los humanos. Y en ese sentido, la verdad en el teatro es siempre una verdad que se expresa en el cuerpo del actor, o al menos en el de los grandes actores. En Bajo terapia, éxito en el teatro Metropolitan, Roberto (Carlos Portaluppi) y Andrea (María Figueras) aparecen desde el primer instante con el conflicto instalado en sus cuerpos. Ninguno de los dos parece un sujeto deseante. Por distintos motivos, cada uno de ellos está desesperado. Conforman un matrimonio en el que los buenos modales ocultan cierta violencia impensable.
El teatro es aquello que da lugar al acontecimiento del cuerpo. Cuando Hamlet dice "los comediantes no saben guardar un secreto, van a contároslo todo", se refiere a la narrativa de los cuerpos en escena. Nadie duda, a esta altura, de que habla el cuerpo de Claudio, el tío de Hamlet, cuando se levanta abruptamente de su butaca frente a las verdades que otros cuerpos, los de los actores, ofrecen frente a él.
Pero hay algo más: como sostiene el filósofo francés Jean-Luc Nancy, la existencia quiere ponerse en escena. Todo el compendio de lugares comunes que desgranan en el escenario los personajes de Bajo terapia, chocan con las pocas palabras, casi el silencio, de Roberto y Andrea. Sin ánimo de contar la trama, podríamos decir que el vacío de la palabra, característica de nuestra contemporaneidad, es lo opuesto a la verdad que se manifiesta en los gestos, en las actitudes y en los detalles con los que suelen expresarse no sólo los individuos, sino también las mismas sociedades.
En ese punto el teatro y el psicoanálisis transitan el mismo camino. Un psicoanalista no sólo escucha lo que dice el paciente; también escucha su cuerpo. En la aparente ternura del personaje, que interpreta de manera admirable Carlos Portaluppi, está su mayor violencia. Y en el tono impostado de Andrea, gracias a la destacable composición de María Figueras, anida su pedido de socorro. ¿Cómo lo sabemos? Por lo que dicen sus cuerpos. Tanto en el teatro como en el psicoanálisis el cuerpo hablante tiene enorme peso.
El psicologismo creciente que circula en las grandes ciudades poco tiene que ver con ese encuentro, a menudo fugaz, casi como un relámpago, que algunas veces ocurre en el transcurso de una sesión entre un psicoanalista y su paciente. Cuando el secreto se levanta es porque el cuerpo quiere hablar. Los cuerpos, que no son despojos, que nunca son viejos, que siempre generan deseo o ternura si son amados; esos cuerpos, que nada tienen que ver con las ridiculeces de las modas, son los que necesitan lo que a menudo la sociedad les niega: un espacio de autenticidad. Tengo para mí que el teatro y el psicoanálisis generan ese lugar anhelado. El arte es siempre un decir de otro modo. Van Gogh sostenía que el color expresa algo por sí mismo. El psicoanálisis propone otra forma de pensar. Ambas disciplinas enfrentan al balbuceo permanente en el que vivimos.
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