Pasear, un modo de resistencia
BARCELONA
¿Qué sentido tiene pasear? He aquí una de esas preguntas, aparentemente obvias, para las que cualquiera cree disponer de diversas respuestas que, sin embargo, es probable que informen mucho más de nosotros mismos que de la cosa misma de la que estamos hablando.
Es cierto que la idea de que necesitamos apartarnos de vez en cuando de las actividades que conforman el grueso y el nervio de nuestra vida, aquellas a las que dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo debido a que constituyen la condición de posibilidad para seguir existiendo (Hannah Arendt las agrupaba bajo tres rubros: labor, trabajo y acción) porque sólo a través de dicho alejamiento nuestra alma alcanza un mínimo de equilibrio, sosiego y paz, es una idea que está presente en nuestra cultura desde tiempo casi inmemorial. Como es cierto también que, en ese esquema, el paseo ha tendido a aparecer como una de las actividades más adecuadas en orden a alcanzar tan apacible fin.
Pero en cuanto uno se aproxima al detalle del asunto y atiende, por ejemplo, a las diversas formas en las que se ha considerado esa misma actividad, qué diferentes ventajas y virtudes se le han ido atribuyendo en diferentes épocas y lugares, inmediatamente percibe que, en cierto sentido, también la reflexión acerca del pasear nos permite (excúseme la fácil repetición) pasear por la historia.
Sin necesidad de desplazarnos a épocas mucho más alejadas, podríamos fácilmente constatar las diferencias que separan los paseos de la nobleza, deseosa de ser vista por los grandes jardines parisinos como las Tullerías, los jardines de Luxemburgo o los del Palais Royal, de los protagonizados por hastiados matrimonios burgueses por las calles céntricas de cualquier ciudad de provincias en una aburrida tarde de domingo (si hemos de creer la magistral descripción llevada a cabo por Jean-Paul Sartre en La náusea ), y de los de los jóvenes de barrios periféricos por esos grandes centros comerciales -réplica de los mall norteamericanos-, convertidos en los nuevos espacios contemporáneos para la socialidad.
El paseo, en efecto, se dice de muchas maneras (estas tres primeras apenas constituyen una pequeñísima muestra de entre una enorme variedad) y en cada una de ellas podemos reconocer, al trasluz, un rasgo de la realidad en la que se producen.
Pero si no queremos terminar dispersándonos en la casi inagotable casuística de modalidades del paseo, tal vez nos resulte de utilidad intentar trazar una gruesa línea de demarcación entre dos grandes formas de pasear: aquellas que consideran la actividad del paseo como un medio para alcanzar (o aproximarse) a algún fin y aquellas otras que lo consideran un fin en sí mismo (o, si tal objetivo parece estar en el límite de la paradoja, un medio para un fin de nuevo cuño).
Al primer tipo pertenecerían todas aquellas formas de pasear presuntamente relacionadas con la salud física y mental: tanto las que sirven para mantener el cuerpo en una aceptable estado de forma (los preceptivos treinta minutos caminando a paso vivo recomendados por las autoridades sanitarias) como las aconsejadas para relajarse, distraerse, olvidarse de las preocupaciones cotidianas y similares. Unas y otras se plantean como instrumentos a la medida de unos objetivos que en ningún caso se cuestionan, de tan obvios e indiscutibles como se les aparecen a los sujetos, ignorantes en su mayor parte de las acechanzas de la biopolítica.
Probablemente haya sido Walter Benjamin quien haya teorizado con mayor lucidez el otro tipo de paseo, no puesto, al menos inicialmente, al servicio de nada. El concepto de flâneur -que nuestro autor toma de Baudelaire- designa a ese paseante solitario que deambula por la ciudad sin destino fijo ni propósito alguno, observando todo aquello con lo que se tropieza, deteniéndose ante los escaparates, tiendas, edificios o espacios que, por la razón que sea, despiertan su atención.
Pues bien, incluso una tan apresurada descripción de la figura del flâneur permite señalar una diferencia, me temo que nada menor, entre ambas modalidades de la misma actividad.
Plantearé la diferencia por medio de una pregunta: ¿es el caso que nuestra sociedad las valore de la misma forma? O, si se prefiere formularlo de una manera más sencilla: ¿las dos despiertan la misma simpatía?
Si no dejamos de pensar en nuestras ciudades (y a fin de cuentas, los paseos por la naturaleza no dejan de ser, como el concepto mismo de paisaje, un invento surgido desde el ámbito de lo urbano), enseguida comprobamos que el paseante bien considerado es el que cumple alguna función y, por añadidura, en el lugar adecuado: el que va de tiendas por el centro, el que hace un poco de ejercicio por la Avenida del Libertador o en los parques de Palermo, el que deambula por la Costanera junto al Río de la Plata una mañana de sol (preferiblemente en día festivo) o incluso el que, desde su auto, recorre una carretera con encanto contemplando las vistas panorámicas. Pero, eso sí, pobre de aquel al que se le ocurra no avanzar al ritmo de los más rápidos por la izquierda de las escaleras mecánicas del subte o incluso de los grandes almacenes, y se quede parado en la puerta admirando la hermosura de un edificio singular del que entra y sale mucha gente o circule por una autopista a menos velocidad de la debida. Sobre él recaerá todo tipo de improperios e invectivas por interferir, ocioso, en el ajetreado quehacer de los ciudadanos.
Pero es este último el que mejor cumple el designio benjaminiano, en el que, de haber algún propósito, sólo es el de dejarse sorprender, el de adoptar la disposición adecuada del espíritu para registrar el máximo de esa enorme riqueza que nos ofrece la ciudad (que es como decir el mundo, lo real). Tal vez sea que el signo de esa sorpresa, la modalidad de ese enriquecimiento, no está predeterminada y es precisamente eso lo que la convierte en inquietante (cuando no incluso en peligrosa).
Porque cabe la posibilidad de que, sustraídos a la lógica de la aplicación y la utilidad, se revelen a nuestros ojos muchas de esas realidades que, aunque nunca dejaron de estar a la vista, siempre nos pasaron desapercibidas, tal vez porque esa ceguera inducida constituye la condición de posibilidad para el mantenimiento de lo existente. Un existente tan injusto como mediocre, que tolera tan mal enfrentarse cara a cara al dolor como sostenerle la mirada a la belleza.
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El autor, español, es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona