Celebrada una semana después que la católica, la Pascua ortodoxa es un espacio de encuentro para la población rusa de nuestro país
Es sábado y la catedral ortodoxa rusa ubicada en Bulnes 1743, en el barrio de Palermo, abre sus puertas para la noche más importante del año: Pascua, que los ortodoxos celebran una semana después que los católicos, porque no se rigen por el calendario gregoriano, sino por el juliano.
A Elena Kalashnikova, de 49 años, pelo largo y rubio recogido en una media cola, jeans gastados, la acompaña uno de sus hijos, Alexander, de 30 años. Traen velas amarillas y una canasta llena de huevos pintados y kulich, un pan dulce de Pascua. Elena ha estado preparando desde el jueves esta comida típica que repite desde que llegó de Moscú, hace 20 años. "Cuando éramos chicos esperábamos afuera de la iglesia para que nos regalaran huevos", dice. "Jugábamos a chocarlos y el que rompía se quedaba con el huevo del otro".
Dentro del templo hay una mesa tendida con mantel. Además de huevos y pan dulce hay paska (un dulce que sabe a tarta de ricota), salchichón Cracovia, panceta ahumada, dárnitski o pan negro, potes con chucrut, berenjena en escabeche y zucchini agridulce. Hay botellas de vino y otras de agua a la espera de la bendición.
Elena y su hijo dejan allí su canasta y se paran frente al altar junto a los demás rusos, ucranianos y bielorrusos: todos son parte de la gran Rusia para ella. "Acá podés hablar con todos en tu idioma", dice, en voz baja. Son unas cincuenta personas y colman la pequeña iglesia, su catedral en Buenos Aires.
Ella no lleva velo. Es una excepción. A la mayoría de las mujeres, incluso a las niñas, un pañuelo les cubre el cabello. Visten polleras por debajo de la rodilla y tienen una vela amarilla encendida. Los tonos ocres dominan una atmósfera solemne, de rostros serios. Los varones usan barbas tupidas y salvajes, como en espejo con sus sacerdotes y con las figuras retratadas en los íconos que visten las paredes del templo.
La ceremonia empieza pasadas las diez. El ritual es un largo diálogo, poblado de alabanzas e invocaciones, entre el sacerdote y los fieles. En el medio, en un balcón interior, un coro de cantoras. "Estamos arriba, cerca del cielo", dice una de las mujeres, enmarcada su cara pálida de ojos pálidos en un pañuelo blanco. El cielo, el lugar donde el tiempo se detiene o donde solo habitan los recuerdos. El cielo de Rusia, quizá.
En la Argentina viven unas 300.000 personas de origen ruso, se estima. Una de ellas es Kateryna Pantyukhova, que ayudó a preparar los huevos decorados y el kulich que sus padres traen a bendecir esta noche. Para Kateryna, que tiene 31 años, es importante celebrar y agradecer. Cuando llegaron venían todos domingos a este templo. "No hablábamos el idioma. La iglesia fue un poco nuestra casa", dice.
La salida del comunismo no fue fácil para ellos. El padre, obrero de una fábrica metalúrgica; la madre, puestera en el mercado. "Llegamos en plena crisis de 2001. Estuvimos durante siete meses en un hotel con otras familias rusas y ucranianas. Mi mamá repartía volantes y mi papá al principio también. Pero después consiguió un trabajo de seguridad en un supermercado chino", dice. En esa época se produjo una ola migratoria de rusos: llegaba un promedio de mil por año.
Con el tiempo, a medida que fueron aprendiendo el idioma, mejoraron las oportunidades. "Terminé como primera escolta en el secundario y soy perito mercantil", dice Kateryna. "Esta noche de Pascua da mucha alegría y paz interior. Pasa algo muy íntimo", continúa. Por momentos, aunque la noche aquí sea templada, siente que vuelve a las noches frías de Rusia. "Allá el frío se huele, es indescriptible".
Una luz dorada inunda el templo. Las imágenes religiosas, con aureolas también doradas, que ocupan todas las paredes, aportan sus destellos. "Me gusta poner las velas a los santos por alguien que no está o por la salud de algún enfermo", dice Elena. Clava un par de velas en el fondo de arena de un plato redondo de hierro. Sus padres, su hermana y varias amigas murieron en Rusia.
Cerca de la medianoche, la iglesia desborda. Hay personas que escuchan desde afuera. De pronto, todos salen para hacer una procesión alrededor del templo. Los fieles se abren para darles paso a los sacerdotes y a la docena de monaguillos que encabezan la peregrinación con candelabros y cuadros de santos. En la iglesia ortodoxa rusa, que se escindió de Roma en el Gran Cisma de 1054, no se admite la veneración de figuras; solo de imágenes planas.
Todos avanzan, con sus velas encendidas, por la calle empedrada. Cada tanto, el sacerdote pronuncia unas palabras y los fieles responden. Arriba, en una ventana, alguien observa la procesión. Algunos se detienen en la vereda para verlos pasar. Pero ellos caminan reconcentrados, ajenos a la mirada curiosa de los vecinos del barrio. "¿Qué es esto?", pregunta alguien desde su automóvil, entre la impaciencia por poder pasar y una genuina curiosidad. "La Pascua ortodoxa rusa", le responde la voz amable de Alex, el hijo de Elena. Se estima que hay 140 millones de fieles de la iglesia ortodoxa rusa en el mundo.
Terminada la procesión, regresan al templo en penumbras, apenas iluminado por la lumbre de las velas. ¡Cristo resucitó!, truena la voz del sacerdote, siempre en ruso. Y la comunidad de fieles responde: "Es la verdad, resucitó". Elena traduce y enseguida aclara: "Es más profundo en nuestro idioma. Declaramos al mundo que Dios está vivo". Ya entrado el domingo, se empieza a dar las gracias. Se encienden las luces. Los sentidos se reavivan con el olor a incienso. Y se retoma el canto con más énfasis, en melodías más alegres. La liturgia ortodoxa no utiliza instrumentos musicales, solo el canto de la voz humana, que esta noche oficia además como canción de cuna para los niños que duermen en brazos de sus madres. Anunciada la resurrección, algunos empiezan a retirarse. Los más perseverantes inician su tercera hora de pie. "Es parte del sacrificio. Por eso no hay bancos", dice una mujer joven de pollera hasta los tobillos, cuya trenza rubia le asoma por debajo del pañuelo de colores que anuda en su cuello. En el templo hace calor. Las cinturas arden; los pies se intuyen hinchados. Cada tanto algunas mujeres se ponen en cuclillas, como para desentumecer las piernas.
A las dos de la madrugada un sacerdote hace sonar la campana como quien anticipa una buena noticia. Pocos minutos después todos cantan el Aleluya. Un monaguillo trae una jarra con vino y copitas de vidrio para convidar a los fieles, que forman fila para recibir la comunión. Algunos se acercan al costado de la nave para dejar sus intenciones: hay quienes entregan un papel, otros las expresan a viva voz. El sacerdote repite el mismo ritual con todos: les coloca una tela roja sobre sus cabezas, escucha y bendice.
Un hombre mayor de pelo blanco y de barba tupida observa desde el balcón reservado al coro. Levemente reclinado hacia abajo, algo encorvado, parece que llevara encima una pena grande domesticada, mansa ya. Quizá simplemente rememora. A su lado, una lámpara dorada de estilo antiguo no llega a derramarle su luz pero le confiere un aire grave y profundo, como si fuera un personaje de Tolstoi o Dostoievski.
Llega la hora de la bendición. En el ambiente flota el aroma dulzón de los panes decorados con azúcar glaseada. El sacerdote toma una especie de pincel que sumerge en un balde de agua bendita. Con él rocía a los fieles, los moja. Cuando eso sucede algo en aquellos rostros cambia, como si una alegría antigua les devolviera la vitalidad perdida después de tantas horas de concentrada y monótona oración, o como si despertaran de un largo sueño. Entonces las voces se alzan para conversar de nuevo. Y los fieles se abrazan, se desean felicidad.
Después, cuando la hora ha dejado de importar hace rato, algunos toman sus canastas bendecidas y se marchan. Elena y su hijo, que al día siguiente compartirán el almuerzo en familia, se despiden. Otros, en cambio, caminan del templo hacia la casa parroquial por un pasillo estrecho y largo, como de media cuadra. En la cocina del sacerdote están servidos platos con frutas, panes, huevos, queso y ensaladas para distribuir entre las mesas que las familias van ocupando. Hay jugos de fruta y vino. El sacerdote hace un rezo breve y comienza el festín, después de 47 días de ayuno. La noche no termina nunca. Todos quieren seguir cerca de casa.