Pasajes subrayados
Por Asher Benatar Para LA NACION
Hasta hace unos años, tomar un libro involucraba para mí la búsqueda de un lápiz que acompañara la lectura. Los párrafos que más me conmovían, ya fuera por la profundidad del pensamiento o por la belleza del idioma con que estaba expresada cualquier situación, recibían el homenaje de una línea que los resaltaba.
Un día, al releer un libro subrayado mucho tiempo antes, me di cuenta de que esos homenajes son temerarios, nos exponen a que después de un tiempo –breve o prolongado, las mutaciones intelectuales no tienen plazos– seamos juzgados. Por nosotros mismos, que es lo peor, o por los demás; esto último si el libro cae en manos o ante ojos de otras personas. La convicción se debió a que encontré que algunos párrafos admirados en el pasado no tenían su correlato con lo que sentí tiempo después, cuando, casi avergonzado, no pude evitar el preguntarme por qué me había sentido impresionado por algo que con el tiempo había perdido su poder de emoción y se mostraba anodino. En ese momento, comprendí lo que me llevaba a utilizar el lápiz en lugar de la estilográfica: la permanencia. El grafito tiene un carácter provisional, nos da la sensación de que el subrayado débil permite eliminarlo en cualquier momento. En cambio, la tinta, con su insolente y rotundo trazo, da al elogio un carácter definitivo que no admite su desaparición.
Por otra parte, siempre sentí que aquel acto de subrayar mostraba una parte de mí de la que en algún momento podría arrepentirme. Creo que en ese momento abandoné la costumbre de prestar libros. Sentía incomodidad por saber que alguien, el tan mentado otro, estaría juzgando mi juicio, evaluando mi capacidad de sentir, disintiendo en forma callada, criticándome mal. Timidez, falta de confianza en lo perdurable de mis convicciones, quién puede saberlo, deben de haber muchos motivos. Encontrarlos es tarea de psicólogos.
Por supuesto, cuando quien leía lo homenajeado por mí era mi mujer, los brazos en guardia bajaban y nacía la posibilidad de un diálogo controvertido, eso que asegura riqueza en una convivencia, siempre tan necesitada de temas que no sean el precio de la carne o las notas que este trimestre sacó la nena.
Un día, previo a prestar un libro con muchas anotaciones, desechando lo elegido muchos años atrás y aprovechando que mi entusiasmo se había manifestado utilizando el lápiz, quise borrar aquello que yo creí me disminuía ante mis propios ojos. Busqué una goma y ejercí mi renuncia al pasado. Fueron unas diez páginas. Al cabo de ellas, observando lo enmendado, me di cuenta de que estaba renegando de algo que había sido sincero. Me vi como un falsario. Renunciaba a mi verdad anterior, a mi barrio de Flores, a mi futuro expectante, a la urgencia con que esperaba la llegada de una vecinita que entonces me parecía bella y a la que subrayé interiormente. Al releer los párrafos que yo creía salvados de mi candor pasado, advertí que algo faltaba, faltaba yo, el yo de aquella época. Molesto por mi defección, para peor frustrada, cerré el libro, renuncié a prestarlo y nunca más lo abrí.
Desde aquel momento, acepté mi pasado, lo acogí, no sé si con gusto, pero además adquirí una sana costumbre que salvó parte de mi patrimonio cultural: no prestar libros. Porque, ya se sabe: las bibliotecas están formadas por los libros comprados, por los que no se prestan y por la impunidad con que uno se apropia de los ajenos.